Acaba de fallecer Joseph Ratzinger, el Papa emérito que lideró la Iglesia católica con el nombre de Benedicto XVI. No ha tenido buena prensa, pero hubo un tiempo en que su perfil fue progresista hasta el punto de que fue mal visto en la institución que más tarde él iba a presidir con mano de hierro, la conocida como Inquisición, Santo Oficio o Congregación para la Doctrina de la Fe.

Un legado en cuatro imágenes

La primera imagen que me viene de Ratzinger es cuando destacó como uno de los teólogos partidarios de las reformas conciliares y de un mayor acercamiento de la Iglesia a la sociedad participando activamente después en el Concilio Vaticano II. Cuando aún era docente en Tubinga, publicó un artículo contrario a la duración vitalicia del cargo de obispo, algo que podría extenderse también al obispo de Roma. (De hecho, lo practicaría con su propia renuncia posterior como Papa). Un año después, en 1970, firmó un documento a favor de que Roma revisara el celibato de los sacerdotes.

En 1975, reconoció lo bueno y necesario de que el Concilio rompiera con las maneras de poder y vanagloria de la Iglesia para liberarse de la obsesión de defender todo su pasado sin autocrítica alguna. Suena ahora lejos, pero proclamó una Iglesia “liberada de fardos y privilegios materiales y políticos para que la Iglesia pueda dedicarse mejor y de manera verdaderamente cristiana al mundo entero”. E incluso matizó las críticas a la secularización recordando que las épocas de secularización han contribuido a la purificación y reforma interior de la Iglesia. Al comienzo de su pontificado, volvió a la idea de que la caridad era el centro (su primera encíclica Deus caritas est me parece la mejor). Pero poco duraron este tipo de discursos.

En una segunda imagen, ese mismo Ratzinger fue el que protagonizó al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe una serie de disputas teológicas con mano de hierro, especialmente con los partidarios de la Teología de la Liberación, que estuvo cerca de provocar un cisma en las iglesias del Centro y Sur americano.

Lo cierto es que la imagen tercera es la de un papado que se caracterizó por la reafirmación de la mirada conservadora sobre la sociedad y sobre la Iglesia.  Benedicto XVI profundizó en un modelo eclesial centralista, piramidal y romano, hasta el punto de que no pocos obispos vieron como se les restringía su capacidad de decisión en sus propias diócesis. Sin olvidar que, más allá de los discursos acerca del protagonismo de los laicos en la Iglesia, se reforzó un clericalismo duramente criticado por su sucesor Francisco. En definitiva, enfrió la fe de muchos católicos con su frenazo renovador en la forma y en el fondo.

Inesperadamente, el 28 de febrero de 2013 renunció al papado asumiendo el título de Papa emérito. ​Esta es la cuarta imagen que me queda de él, una decisión excepcional en la historia de la Iglesia, y que solo en el caso de Celestino V (1294) puede asegurarse que fue de forma libre y voluntaria. El factor sorpresa caló en propios y extraños, incluidos quienes urdían intrigas de poder contra los que Benedicto XVI no tuvo fuerzas en un momento dado. Considero su renuncia como un paso valiente más que una retirada. Incluso una decisión de hondo calado, al menos por tres razones: la primera, por la humildad que muestra el reconocimiento público de sus límites, que incluye la entrega por escrito a su sucesor de las graves dificultades que había que afrontar, y que ahora vamos conociendo. La segunda, porque su gesto fue una manera de conectar con el quore del Concilio Vaticano II del que pareció olvidarse cuando combatió, sin temblarle la mano, muchas de sus posiciones que había defendido anteriormente. Y la tercera razón es porque puso encima de la mesa la necesidad explícita de un cambio radical en una institución vaticana nada ejemplar, como Francisco ha puesto en evidencia.

Finalmente, alabo su discreción como emérito sin enredar en la labor de su sucesor Francisco, a pesar de las fuertes presiones que tuvo para hacer todo lo contrario. Una discreción que contrasta con la de algunos cardenales y obispos, eméritos y en activo, entregados a la incontinencia maledicente en torno al poder perdido.

Descanse en paz el Papa emérito, una cabeza privilegiada con el corazón contradictorio.

Analista