Después de diez semanas de travesía, los 102 pasajeros y 33 tripulantes del Mayflower arribaron a lo que hoy llamamos Cape Cod (Massachusetts) hacia el 11 de noviembre de 1620, y pocos días después tomaron tierra en lo que se iba a convertir en la colonia de Plymouth. El invierno fue cruel con ellos. Más del 62% de los colonos murió, incluyendo el 78% de las mujeres. Según las crónicas, tan solo 22 hombres, cuatro mujeres y unos 25 menores asistieron al día de acción de gracias de 1621. Habían sobrevivido gracias a la ayuda de los nativos americanos. Según el diario de Edward Winslow, asistieron a la fiesta de la cosecha de otoño “muchos de los indios que nos visitan y otros, como su gran rey Massasoit, con unos noventa hombres”.

Este evento, que reunió a los 51 peregrinos y a los más de 120 Wampanoag, ha sido considerado el “primer día de acción de gracias” celebrado en Norteamérica, pero no es así. Los colonos de Berkeley Hundred, en la actual Virginia, celebraron su llegada con un día de acción de gracias en 1619. En 1565, colonos españoles y miembros de la nación Seloy compartieron pan y cerdo salado, garbanzos y una misa en lo que hoy es Florida. Mucho antes, el navegante vasco Lope Olano arribó a una isla del Caribe tras sobrevivir a un huracán el 25 de noviembre de 1510; la bautizó como Santa Catalina de Alejandría por ser el santo del día, y celebró una misa de acción de gracias.

En cualquier caso, en 1863, Sarah J. Hale convenció al presidente Lincoln sobre la conveniencia de conmemorar los acontecimientos de 1621 para unir al país tras la Guerra Civil. A partir de entonces, la festividad se ha observado anualmente en torno al último jueves de noviembre, si bien no fue declarada festividad federal hasta 1941.

Hoy se celebra comiendo un gigantesco pavo de hasta 14 kilos, puré de patatas, gravy de carne, salsa de arándanos y un magnífico pastel de calabaza… Pero eso no fue lo que se sirvió en la mesa aquel día de noviembre de 1621.

Solo dos documentos hacen referencia al festín. El cronista Edward Winslow anotó en su diario que, “recogida la cosecha”, el gobernador de la colonia, William Bradford, “envió a cuatro hombres a cazar, para celebrar juntos de un modo especial la colecta del fruto de nuestro trabajo; los cuatro hombres cazaron tantas aves en un día que, con algunos otros ingredientes, sirvió para todos los comensales durante casi una semana”. El propio Bradford escribió en su crónica On Plymouth Plantation (1651) que “había gran cantidad de pavos salvajes –en la zona–, y atrapaban muchos de ellos, además de venados”. El pavo salvaje abundaba, pero es probable que la partida de caza regresara con otro tipo de aves que los colonos consumían regularmente como patos, gansos y cisnes. A falta de harina, en lugar del actual relleno a base de caldo de carne y pan, las aves se rellenaban con hierbas y cebollas, y luego se asaban o se hervían.

Winslow escribió que los Wampanoag trajeron cinco ciervos a la mesa. Probablemente, la carne de ciervo fue asada sobre un fuego bajo, y aprovecharon los restos para preparar un sustancioso estofado con frutas y verduras. Winslow añadió en su relato que “nuestra bahía está llena de langostas todo el verano y hay variedad de otros peces; en septiembre podemos capturar un tonel de anguilas en una noche sin mucho esfuerzo y sacarlas de sus lechos durante todo el invierno. Tenemos mejillones… en nuestras puertas. No tenemos ostras cerca, pero podemos hacer que los indios las traigan cuando queramos”. Por todo ello, parece que tuvieron a su alcance un buen surtido de marisco, ostras y una diversidad de peces de agua dulce y salada.

Los nativos enseñaron a los colonos a plantar frijoles, calabazas y verduras, por lo que es muy probable que la mesa incluyera cebollas, alubias, espinacas, repollo, zanahorias y hasta guisantes. El maíz, abundante en aquella primera cosecha, también estuvo presente. Finalmente, comieron frutas autóctonas, ciruelas, grosellas, frambuesas y, por supuesto, arándanos, que los nativos comían y usaban como tinte natural. Como condimento, utilizaron musgos o líquenes, y el famoso maple syrup o sirope de arce, el dulce producto de la savia del arce rojo.

No comieron montones de puré de patatas en forma de cumulonimbos porque estos tubérculos aún no habían cruzado el Caribe. Tampoco había pan, ya que los colonos no tenían molinos para producir harina. No sirvieron cazuelas de boniato ya que aún no se conocían esas raíces tuberosas en la zona. Tampoco comieron manzanas ni nueces, y por tanto no pudieron preparar ni apple pie ni pecan pie.

El maíz, los frijoles y la calabaza eran “las tres hermanas” de la dieta nativo-americana. Explorando Cape Cod, los colonos descubrieron y “tomaron prestados” grandes sasketos de maíz que habían encontrado enterrados en el suelo en una colina a la que llamaron Corn Hill. Aquel maíz no se comía fresco como el maíz dulce actual, sino que se dejaba secar en el tallo y luego se molía para hacer harina. Esta harina se hervía y se comía en forma de papilla espesa endulzada con sirope de savia natural. Las antiguas mazorcas eran muy pequeñas, de ocho o diez hileras de grano. Las alubias eran más menudas, y las calabazas no pesaban más de una tonelada, como la calabaza gigante de Minnesota de 2022. Las comían guisadas con vinagre y grosellas, y a nadie se le había ocurrido aún enriquecerlas con melaza a modo de confabulación culinaria.

Los Wampanoag utilizaban los arándanos para agregar acidez a las carnes, pero en 1621 no tenían azúcar. De hecho, la primera receta de “salsa dulce de arándanos para comer con carne” se publicaría en el libro de recetas The Art of Cookery de Amelia Simmons en 1796; el primer libro de cocina escrito por un estadounidense.

En fin, los colonos y sus anfitriones comieron mucho, y comieron bien; raciones sin harinas, azúcares, ni malvaviscos liofilizados (marshmallows)… No comieron pasteles, ni calabazas o maíces transgénicos. No vieron amontonarse inmensas nubes de puré de patatas untadas en salsa de carne “enriquecida” a base aditivos y potenciadores de sabor, y maquillada con colorante.

Aquel festín fue el prólogo de cuatro siglos de genocidio, y la introducción de nuevos productos atiborrados de hormonas y monstruosamente inflados que sirven de base a recetas hipercalóricas son uno de los muchos epílogos trágicos a los que han tenido que hacer frente los nativo-americanos: este sector de la población tiene un 50% más de probabilidades de ser obeso que el resto; diabetes, incremento de presión arterial y altos índices de triglicéridos y colesterol son algunas de las consecuencias de esta herencia culinaria.

Pero celebraciones como ésta generan otro tipo de trastornos. Un pavo adulto de Nauset, Wanpanoag o Narraganset de 1621, de 14 o 22 semanas de edad, podía alcanzar un peso de en torno a 5 u 8 kilos, y con sus aproximadamente 5.000 plumas podían volar distancias de hasta 400 metros. Un pavo de Costco puede llegar a pesar 14 kilos en la mitad de tiempo; nacen sin plumas y apenas pueden andar.

No extraña por tanto que un brote de influenza aviar altamente patógena se haya propagado entre parvadas de pollos y pavos de granja en 46 de los 50 estados de la Unión en febrero de 2022. Han muerto más de 23 millones de aves y, a pesar de ello, casi todos hemos comido pavo estos días. Un absurdo silogismo.