El 21 de este mes el mundo se detiene. Continuará la guerra en Ucrania, los dirigentes mundiales seguirán mirando al otro lado en cuanto a la crisis climática y el Tribunal Administrativo de Navarra dictará dos o tres sentencias más contra la valoración del euskera para puestos de trabajo en los ayuntamientos navarros, pero a nadie le importará una mierda porque ese día empieza el Mundial de Catar. Será en el estadio Al Bayt, un recinto con espacio para 60.000 aficionados con forma de tienda nómada. Una minucia arquitectónica si lo comparamos con el estadio internacional Khalifa, elegido para jugar el tercer puesto, o el Lusail, con capacidad para 80.000 personas, donde el 21 de diciembre se celebrará la final. Para entonces, poca o muy poca gente recordará que alrededor de 6.500 trabajadores extranjeros, en su mayoría paquistaníes, indios y nepalíes, han muerto de calor, extenuación, enfermedades o malos tratos durante la construcción de esas nuevas pirámides. Y lo han hecho para mayor gloria de un régimen feudal, donde la democracia es una broma, la homosexualidad está prohibida y las mujeres son ciudadanas de tercera. Sin embargo, nada de eso ha impedido que se vaya a celebrar ahí la gran fiesta del fútbol, aunque para ello hayan tenido que cambiar las fechas habituales y suspender las ligas nacionales en todo el planeta. Petrodólares mandan. Lo peor es que todo eso se ha hecho sin que a casi nadie del mundo del fútbol –prensa incluida– le haya parecido una barbaridad. Jagoba Arrasate es una de las pocas voces críticas. “Es un ejemplo más de en qué nos hemos convertido”, decía el entrenador de Osasuna el pasado viernes en una entrevista en ETB. A pesar de que era duro oírlo, de alguna forma te reconciliaba con el mundo. Había hecho ya muchos méritos, pero desde el otro día me cae aún mejor el de Berriatua.
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