Uno de mis personajes públicos favoritos de los últimos tiempos es António Guterres, secretario general de la ONU, una voz clara y tajante a la hora de calificar el desastre que se nos viene encima.

El otro día, antes de irse para Egipto a la COP27, pidió a los ricos más fondos para salvar millones de vidas condenadas por la carnicería climática. No se corta este ingeniero al sostener que esta crisis mundial se debe a la actitud chulesca de ese capitalismo que sigue intentando rebañar beneficios cuando el plato ya está vacío y quebrado.

Va a durar poco, me temo, porque ni la reunión que comienza a desarrollarse esta semana va a conseguir revertir la tendencia ni siquiera algunos de los principales responsables de que todo vaya a peor van a estar allí, dejando el papel a otros que mentirán y se pondrán medallitas verdes.

Es que hay una total desvergüenza, la misma de la que nos hablan los beneficios ultramillonarios de quienes más provocan el problema y cada vez se enriquecen más.

Ayer en Sharm el Sheij, Guterres hacía la crónica de ese caos climático que es una señal de socorro del planeta, mientras la Organización Meteorológica Mundial presentaba las pruebas: los últimos ocho años han sido los más calurosos de la historia y esto ya no podemos pararlo. Desde luego nada de esperar que con las medidas prometidas pararemos antes de que la temperatura suba ese grado y medio que ya nadie cree realmente porque será mucho más. Y el hambre derivada de la producción cada vez menos eficiente de alimentos y las migraciones climáticas, ese escenario donde el mundo ya pobre sufrirá además las peores consecuencias.

Estos temas deberían llenar la agenda pública cada día, forzar políticas que mitiguen y permitan adaptarnos rápidamente, pero eso no lo veremos. Aunque Guterres nos invite a ello.