Un grupo de padres y madres charlábamos animadamente sobre el espinoso asunto de nuestras hijas y las nuevas tecnologías. Una pareja, convencida hasta ahora de que sus chicas no tuvieran móvil hasta los 15 años, lidiaba con el enfado de una de ellas quien, al comenzar Secundaria, se veía como una isla sin conexión entre un mar de teléfonos. Enseguida algunas adultas trataron de calmarles con el argumento de que nuestras criaturas han nacido en la era de las nuevas tecnologías y para ellas es algo natural. Pero también estábamos los tocapelotas que opinábamos que esas nuevas tecnologías han invadido nuestra comunicación, nuestra intimidad y nuestras relaciones y que ni siquiera las adultas somos capaces de gestionar semejante mondongo. Por otra parte, la familia se quejaba de la obligatoriedad del uso del ordenador en las aulas en aras de la modernidad cuando, sin embargo, este ordenador no viene acompañado de ninguna asignatura en el currículo escolar que eduque a niñas y adolescentes en su uso ni en la ventana que les abre hacia Internet y el mundo digital. Yo entiendo la frustración de esta familia. Intentas ofrecer una alternativa a las omnipresentes pantallas para que luego las tengan en el cole. Nuestras hijas tienen móviles y ordenadores que aprenden a usar como nuestra generación aprendió sexualidad con la Super Pop. Entienden las nuevas tecnologías como una herramienta de comunicación sin consecuencias. Y nosotras también. Adultas y jóvenes nos resignamos ante las fake news o el ciberbullying, que acaban arrasando nuestro espíritu crítico y nuestra autoestima. Es curiosa esa urgencia adulta por imponer el uso de las pantallas. Porque mientras no eduquemos en las emociones, en la necesidad de pensar y reflexionar o en el fomento de la conciencia social de nuestras hijas, seguiremos acumulando y creándoles más problemas. Muy modernos, eso sí.