La crisis pandémica y, en los últimos meses, la invasión rusa de Ucrania han traído a la palestra una realidad que, si bien difícil de digerir en un mundo abierto y conectado como el actual, parece que nos conduce de forma inevitable al final del proceso de globalización tal y como lo hemos entendido en los últimos años. Efectivamente, la conexión total que permitía el flujo de bienes y servicios y posibilitaba la existencia de cadenas de suministro y producción a escala planetaria se topó de bruces con los bloqueos derivados del covid, primero, y la dramática contienda bélica y sus consecuencias, después, en una sucesión de eventos producidos sin solución de continuidad. A los acontecimientos anteriores hay que sumar la actitud de creciente hostilidad mostrada por China, que va mucho más allá de sus ansias anexionistas sobre Taiwán y se proyecta en su afán por convertirse en una superpotencia y rivalizar con Estados Unidos en su posición de primacía mundial, lo que añade todavía más incertidumbre al ya de por sí inquietante panorama internacional.

Geopolítica y energía: yonquis gasísticos y el retorno del General Invierno

La historia nos demuestra que actitudes como la rusa o china no se producen sin que de forma previa hayan acaecido sucesos que nos sirvan de aviso sobre aquellas. En el caso ruso, sin obviar sus sibilinas maniobras para intervenir y desequilibrar no pocos procesos electorales y políticos, la señal más evidente se produjo en 2014, cuando Moscú reaccionó ante la caída del presidente prorruso Viktor Yanukóvich anexionándose Crimea e invadiendo parte del Dombás ucraniano. Por lo que respecta a China, sus pretensiones territoriales en el estrecho de Taiwán han sido una constante. No obstante, su carrera tecnológica de los últimos años ha hecho que el gigante asiático sea considerado una amenaza para no pocos países occidentales que, sin ir más lejos, en los últimos años han decidido vetar por motivos de seguridad nacional a algunas empresas chinas –Huawei o ZTE– en la implementación de sus redes 5G o establecer medidas de bloqueo tecnológico para dificultar el desarrollo chino en ese ámbito.

Pero la interconexión creada por décadas de globalización no puede superarse de la noche a la mañana: el proceso de desacoplamiento ni puede ser inmediato ni ejercido a voluntad de uno de los actores y ello puede plantear importantes retos y problemas de transición. Así, buena parte de los países europeos –especialmente aquellos del norte del continente, muy significativamente Alemania– habían confiado en el barato avituallamiento gasístico ruso para alimentar la competitividad de sus empresas y, en un juego de influencias mutuas, incluso habían sentado a excancilleres en jugosos consejos de administración de empresas energéticas de dicho Estado. Se habían convertido en verdaderos yonquis del gas proveniente del país liderado por Vladímir Putin, y despreciaron las señales anteriormente mencionadas que apuntaban a una potencial intervención disruptiva proveniente de Moscú.

El dato anterior, y otros como la presunta debilidad ucraniana de cara a afrontar una intervención armada rusa, hicieron confiar a Vladímir Putin en una rápida “operación militar especial” con un limitado impacto internacional para su país. En ningún caso pudo suponer que Zelenski, presidente de Ucrania, un actor convertido en político, se erigiría como un verdadero líder capaz de movilizar a su pueblo hacía la resistencia contra el ejército de Moscú, así como de atraer y canalizar ingentes cantidades de ayuda militar extranjera de cara a convertir el escenario bélico en una verdadera guerra abierta en la que el ejército ruso esté sufriendo un desgaste inimaginable en los primeros compases de la intervención.

Con el recrudecimiento bélico y el transcurrir de los meses Putin, nuestro particular camello del gas, no está dispuesto a dejar ese hidrocarburo de lado en su contienda y golpea donde más duele: cortando su suministro y produciendo un enorme shock en los gobiernos europeos, aliados de Ucrania en esta contienda. Se buscan soluciones de urgencia que garanticen el aprovisionamiento ante una sociedad que, asombrada, contempla cómo las facturas del gas y la electricidad escalan a niveles nunca vistos y en la que no falta quien vaticina que el próximo invierno algunos deberán elegir entre heat or eat (calentarse o comer).

La búsqueda de proveedores alternativos que puedan aumentar la cantidad de gas suministrado en el corto plazo –Argelia, Noruega…– está ya encima de la mesa. También se baraja aumentar el flujo de Gas Natural Licuado (LNG), pero esta solución precisa no solo de la llegada de tankers, megabarcos cargados de ese gas, sino de la existencia de plantas regasificadoras que, si bien sí que presente en la costa vasca, ni son abundantes en Europa ni se encuentran en general conectadas a una red principal de gasoductos que permita el traslado posterior del gas a otros puntos de la geografía continental.

Ante la crítica situación en diferentes países europeos se comienzan a manejar posibilidades impensables en otros escenarios, más considerando los retos climáticos a los que nos enfrentamos: prorrogar la vida útil y activar las centrales nucleares todavía abiertas –en gran medida condenadas tras el desastre de Fukushima–, reactivar las prospecciones y extracción de gas por medio de fracking, reabrir centrales de carbón… Todas ellas metadona para poder sobrellevar el síndrome de abstinencia que nos dejará Putin si persiste en su negativa a pasarnos nuestras dosis periódicas de gas a lo largo de los próximos meses. Lejos, en el horizonte del largo plazo, pensamos en la solar, la eólica, el hidrógeno… será nuestra clínica de desintoxicación particular. Pero hablamos del futuro, puesto que por mucho que lo deseemos la implementación de las infraestructuras necesarias para pasar de un modelo energético a otro es un trabajo de años –si no de décadas– que todavía está por hacer.

El General Invierno resultó el arma más efectiva en los principales conflictos bélicos en los que, a lo largo de la historia, Rusia ha tomado parte. Condujo a la retirada de la Grande Armée en 1812 y, conjuntamente con la batalla de Trafalgar, constituyó el mayor obstáculo en las aspiraciones napoleónicas de dominar toda Europa. Se interpuso en los planes de Hitler contra la Unión Soviética y, con derrotas como la de la batalla de Stalingrado en enero de 1943, diezmó de tal manera al ejército nazi que existen pocas dudas sobre su capital trascendencia en el devenir posterior de la Segunda Guerra Mundial. Ahora Rusia vuelve a llamar a filas a su General más condecorado, esta vez no en labores defensivas, sino ofensivas: de la crudeza del próximo invierno dependerá en buena medida que nuestras necesidades de calefacción sean mayores o menores y, con ello, que nuestras provisiones de gas sean suficientes para afrontar ese periodo con una cierta comodidad en nuestros hogares. A buen seguro Putin estará atento a las predicciones meteorológicas de los próximos meses. No se cumplirá esta vez el refranero castellano: en caso de producirse, año de nieves no será, sin duda, año de bienes.

* Profesor de la UPV/EHU y Visiting Fellow en el Clare Hall College de la Universidad de Cambridge