La monarquía está a medio camino entre el cuento de hadas y la historia. Tiene elementos de ambos y los medios de comunicación se han centrado más a menudo en el primero. Se vende bien si el monarca o la monarca en cuestión cree en su papel y lo lleva con dedicación y sentido de responsabilidad. Este ha sido el caso de Elizabeth II, la reina que más años ha gobernado en la historia del Reino Unido: siete décadas. La soberana con fama de fría y distante en sus comienzos ha sido durante los últimos años la reina de los corazones de muchos británicos. Su hijo, Charles III, le sucederá en el trono a sus 73 años. La historia es difícil que se repita.

Fin de una era

El pasado jueves, en un luminoso día de verano que se va adentrando en aires otoñales bajaba las laderas del Gorbea cuando mi teléfono entró en una inusual efervescencia. Tenía más que ligeras sospechas sobre la razón de la febril actividad del maldito aparato, pero intenté no hacer caso. La flema no es mi fuerte. Al final decidí que, una vez rota mi frágil tranquilidad, era mejor hacer caso de la pantalla del móvil. Conocí la noticia de un modo escueto y poco emotivo. “The Queen has died” (La Reina ha muerto) decía la BBC, haciendo gala de su acreditada templanza informativa. Fui entonces al The Sun, el periódico sensacionalista, y con mayor tirada del Reino Unido. Farewell Ma’am, algo así como Buen viaje, Señora escribía el responsable de los titulares. Años atrás, en 1997, el mismo diario no dudó en calificar a los Windsor de “nazis sin sentimientos” tras la muerte de Lady Diana de Gales.

La luz del Gorbea se había ido poco a poco debilitando, pero el paisaje era todavía muy hermoso.

Las últimas noticias sobre su salud no pintaban nada bien: estaba en su residencia escocesa de Balmoral, una de sus favoritas y a la que acudía con frecuencia. Los médicos le habían recomendado descanso. Allí había recibido recientemente al primer ministro saliente, Boris Johnson, y a la nueva premier del país, Liz Truss, a la que había dado permiso para formar gobierno. Esta última era la decimoquinta jefa de gobierno que había conocido. Aguantó el tipo. Sospecho que ninguno de los dos hubieran estado invitados a tomar el té en palacio, como si lo hizo con el laborista Harold Wilson y el conservador Winston Churchill bastantes años antes.

La soberana tenía dotes diplomáticas, al contrario que su marido Philip, fallecido en abril del año pasado, y las ejerció con profesionalidad. Una de las más extraordinarias fue en 2011 cuando visitó la República de Irlanda e hizo una crítica poco usual del papel que el Reino Unido había jugado en la historia de su país vecino. No solo eso; un año más tarde no dudó en estrechar la mano de Martin McGuinness, entonces vicepresidente en el gobierno de Irlanda del Norte, y antes jefe del IRA. Dicen, también, que Nelson Mandela, el exprimer mandatario negro de Sudáfrica, con una vida dura y tan diferente a la suya, le profesaba un sincero afecto.

Elizabeth II ha sido “la reina de las reinas” en el extendido imaginario popular. Han sido 70 años de reinado desde que subió al trono en 1952 con motivo de la muerte de su padre, George VI. Ostentaba, también, el cargo de jefa de la Commonwealth, un organismo compuesto por 54 países independientes que en el pasado compartieron lazos con el Reino Unido. Desde entonces, la soberana ha sido la cara visible de un reino que ha visto cómo su influencia en el mundo se reducía progresivamente. Todo esto ha sido posible en parte al trabajo de un hombre al que ahora apenas nadie recuerda y que falleció hace pocos días en Inglaterra. El periodista Ronald Allison, jefe de prensa de la soberana, fue el encargado de “modernizar” la institución más antigua que existe en el mundo contemporáneo. Todo un oxímoron. Allison, un profesional impecable, supo ver y eliminar la caspa que rodeaba a una monarquía dominada por ilustres envarados almirantes y agregados navales cuyas tareas comunicativas dejaban mucho que desear.

La modernización pasó también por una mayor transparencia de sus bienes y el pago de impuestos; sin embargo la Corona nunca se ha mojado en los aspectos fundamentales de la política británica tan convulsionada desde hace ya años. No está en su naturaleza. Sería impensable un posicionamiento sobre el referéndum en Escocia o la salida de la Unión Europea. Ese es el papel de los políticos.

Con el fallecimiento de Elizabeth II es previsible que el dolor, o tal vez la histeria, se adueñe como en otras ocasiones de las calles de las ciudades británicas por unos días. Luego vendrá la vuelta a una realidad que se prevé dura para los ciudadanos de a pie con una crisis económica seria y un nuevo gobierno dando sus primeros pasos.

La figura de Charles III, el hijo mayor, nunca ha concitado el fervor del que gozó su madre. Su fracasado matrimonio con Diana de Gales y sus opiniones sin filtro en temas de diversa índole suscita las dudas de muchos británicos que hubieran encajado perfectamente que la corona hubiese pasado directamente a la cabeza de su hijo mayor William.

La monarquía es una vida de privilegios no exenta de sacrificios. Los que no somos monárquicos podemos criticar los primeros, pero también reconocer los segundos. La fallecida soberana encarnó los dos extremos con dignidad y profesionalidad. Tuvo, además, siempre presente de que la Corona para ser de todos, no debe ser de nadie. Todo ello es lo que le han reconocido una gran parte de sus súbditos.

* Periodista