El odio fermenta paciente en la tripa del miserable y el rencor goza de buena memoria en la mente del fanático. Con frecuencia, además, la ofensa no es sino un pretexto para alimentar algo que tiene otras razones más oscuras, un resentimiento antiguo y profundo que mana de otras fuentes. La obra de Salman Rushdie ofende a quien ofende porque muestra que uno puede moverse, cambiar, pensar y cuestionar en libertad.

En nuestro país hemos conocido ese odio violento que agrede al distinto y empequeñece el alma de quien lo alimenta. Y nos quedan rescoldos que no deben ser ni aceptados ni minimizados. Mikel Iturgaiz ha sufrido varios episodios de acoso por ser hijo de quien es. Hay quien afirma que eso no está bien dado que “no tiene culpa de quién es su padre”. Pero en esa frase tenemos el demonio metido, como en los versos que se le colaron a Mahoma. No es que lo que haga el padre no es culpa del hijo, es que no hay culpa en defender posiciones políticas cuando se hace por medios pacíficos y democráticos, como es el caso. Responder a la palabra y a los votos con agresión verbal o física es la esencia del fascismo, la esencia del fanatismo, la esencia de la ruptura de cualquier proyecto democrático de convivencia mínimamente civilizada.

La libertad es quizá la palabra más ingobernable de nuestro vocabulario político y casi diría que es natural que sea así. Un sector de la izquierda la tiene excluida, como desterrada de su imaginario político, como si la libertad fuera un caballo troyano que se presenta siempre para derrotar otros principios igualmente importantes de nuestro puzle político, como la igualdad, la justicia o la solidaridad. Pero ni la igualdad ni la solidaridad existen sin la libertad como ingrediente necesario. Y desde luego la justicia es inseparable de la libertad con la que hace un buen equipo que junto avanza pero cuyos integrantes irremediablemente mueren al dividirse.

Un sector de la derecha, por su lado, reclama la libertad con la belle indifférence del niño rico, del idiota moral, del ácrata desmelenado, del provocador de la nada. Es aquella libertad de contagiar sin cortapisas de hace unos meses o esta libertad de encender las luces o consumir la energía que yo quiera sin que nadie pueda limitarme, de estos días. Es la libertad ayusista de la sonrisa a veces bobalicona a veces aviesa, del espíritu pequeño y de las ideas pocas, cerradas y autosuficientes.

La libertad compleja e ingobernable es la que nos jugamos en este cruce de caminos de la historia. Una libertad que debería ser indistinguible de la responsabilidad, de la madurez de hacerte cargo de sus consecuencias. Una libertad de la que, aunque dé miedo, no podemos abjurar, a la que no podemos renunciar declarándonos ajenos a lo que sucede, marcando una distancia con lo que no entendemos y nos supera, como si alejándonos de la complejidad del mundo, de la política, de la decisión personal del voto, ganáramos paz. Pero me temo que alejarnos del foro no nos acerca un milímetro a la descansada vida, sino que nos hunde más.

La libertad exige, como la vieja escolástica decía, de conocimiento, además de capacidad y de voluntad. Un conocimiento que cada día debilitamos más cuando damos la misma credibilidad al improvisado comentario del ignorante, especialmente si es un poco malévolo, que al dato contrastado o al elaborado testimonio de quien sabe.

La libertad que nos permite buscar y acceder a la información lo más contrastada, transparente y veraz que resulte posible, es la que otros pueblos pagan con su vida o con años de cárcel, como en Irán o Rusia. Porque sí, volvemos a Ucrania, donde se libra una guerra militar pero también una batalla cultural e ideológica por la libertad frente a las propuestas totalitarias. Y este es un conflicto ante el que no podemos permitirnos el lujo de sentirnos cansados o indiferentes, no da vacaciones de verano al discernimiento y exige esfuerzos cívicos y políticos de todos nosotros.