Hace ya bastantes años, quizás más de dos décadas, atravesé la península para desembocar en Tarifa con el objetivo de hacer un reportaje sobre la inmigración que venía de África. Mi trayecto en coche fue más o menos extenso, pero placentero. Iba en busca de otras personas que habían hecho un viaje mucho más largo, y a diferencia del mío, difícil y tortuoso. Las embarcaciones en las que arribaban se empezaron a conocer como pateras o cayucos, unas desvencijadas cáscaras de nuez que habían sido antes barcas de pesca y aún no habían perdido la condición de flotar, o no del todo. Salían de varios puntos de Marruecos. Ya entonces empezaban a ocupar los titulares en los medios de comunicación, pues tenían la fea costumbre de esparcir los cadáveres de sus ocupantes, casi todos jóvenes varones, por las aguas mediterráneas.

Soldados del hambre

Cuando llegué a Tarifa, pasé dos noches al raso esperando a que alguna de aquellas embarcaciones llegase a las playas de la localidad y pudiera documentar la llegada de aquellos peligrosos invasores. Como la espera de los anteriores días había sido en vano y las noches de vigía largas, contacté con la Cruz Roja y la Guardia Civil para que me avisasen en caso de que avistaran alguna de las pateras en su desembarco. Ese mismo día, horas más tarde, en la playa de Los Lances, y después de recibir el aviso, una patera se acercaba mansamente a la orilla ocupada ya por bañistas y fuerzas de seguridad ante la despreocupada incredulidad de los primeros.

A unos metros de la orilla los ocupantes que parecían salir de las páginas de Joseph Conrad en su Corazón de las Tinieblas se arrojaron al mar abandonando la barcaza a la deriva. Me di cuenta de que la mayoría de ellos no sabían nadar, pero su desesperación les llevó a bracear hasta la orilla. Unos cuantos fueron detenidos inmediatamente. Otros cuantos lograron huir hacia las zonas boscosas de la zona. Las gentes mirábamos el espectáculo y estábamos a punto de cruzar apuestas sobre quienes serían capturados y quienes no. Casi nadie se percató de que en la patera había una persona fallecida con enormes quemaduras producidas por los restos de gasolina y el sol. Sus compañeros de travesía no se habían atrevido a tirar por la borda aquel cuerpo desollado.

Desde entonces han llegado miles de migrantes a nuestras tierras sin otra mochila que la de su pobreza y sufrimiento. Otros muchos miles se han quedado en el camino, dejando atrás familias rotas y aún más empobrecidas. Dicen que detrás están las mafias, pero los que de verdad están son el hambre y la falta de futuro en sus castigados países.

El pasado domingo, una treintena larga de subsaharianos murieron aplastados cuando intentaban pasar la valla de Melilla. Las autoridades marroquíes los enterraron de prisa y corriendo sin el más mínimo respeto por los derechos humanos. No quieren luz sobre esos cuerpos abandonados. El gobierno español alega sin ningún rubor que los muertos tenían una actitud muy agresiva, al tiempo que evita la crítica a las fuerzas de seguridad marroquíes. Los pactos tienen un precio.

La ultraderecha de ardor guerrero insiste en la condición de soldados de los desarrapados migrantes y considera su huida de la miseria como una invasión por tierra, mar y aire. La integridad territorial está en peligro es el tantra que se invoca otra vez más. Yo no veo armamento, cascos o tanques, pero no me extrañaría que ahora fuese un problema a resolver por la OTAN. Ahora toca gastar en armas, así que olvidémonos de esos pobres desgraciados. En la escalada de locura en la que estamos sumergidos, nada me sorprende. Los vendedores del miedo nos dibujan un futuro apocalíptico, pero yo el único apocalipsis que contemplo es el de nuestra sociedad sin aquellos que cuidan de nuestros mayores, recogen la fruta del campo y se echan a la espalda los trabajos más duros y peor remunerados de nuestra sociedad.

Dicen muchos ciudadanos y ciudadanas que las cosas van mal mientras reservan sus habitaciones de hotel para pasar una quincena de vacaciones. Quizás tengan razón, yo mismo conozco a unas cuantas parejas que apenas les llega para salir a cenar los sábados. Y es que de la empatía no se come; la pregunta es si se puede vivir en una sociedad sin empatía. La respuesta se la dejo a ustedes. l

* Periodista