tentos a las consecuencias. En la política española se empiezan a perder los papeles. Ya en su día, entre la polarización y el revanchismo mancillaron las buenas formas y el respeto. Ahora, para salvar la cara del impúdico espionaje se dedica un tercio del tiempo a criticar la corrupción del PP sin venir a cuento. Incluso, eres vicepresidente de un gobierno, aunque sea autonómico, y desprecias con vileza al de enfrente sin inmutarte. O hasta te atreves a denunciar sin rubor el teatro en las instituciones parlamentarias cuando en tu propio partido hay profesionales de la burla, el pataleo y la desvergüenza. Quizá por eso la presidenta del Congreso, cuando vio que los escaños asemejaban a un gallinero tras la enésima algarada de puro histrionismo, espetó enrabietada a sus señorías: "¿acaso saben ustedes dónde están?". Nadie se dio por aludido. Hay tanta tensión creciente y tanta bilis acumulada que muchos ya han perdido también los papeles.

También es muy probable que a Sánchez se le haya escapado el guion de las manos. Está nervioso. Comete errores que no son propios en él. Salva los match ball, pero dejando rastros de pasmosa debilidad y de una inquietante desconfianza. Siempre pidiendo árnica, sin la solvencia que solía cuando sacaba aquellos conejos de la chistera en el precipicio. Posiblemente porque ya ha interiorizado que los vientos del cambio de ciclo no son ensoñaciones de la derecha rancia. Desde el aún inexplicable viraje con el Sahara -González Laya podría pedir daños y perjuicios, sentencia en mano-, el presidente se desliza por la pendiente de la impopularidad. Sin músculo político suficiente en el ala socialista del Gobierno y, sobre todo, en su portavocía en Cortes, el presidente aparece magullado.

La estratagema en torno al Pegasus ha sido caótica y suicida. Se multiplican los damnificados. De entrada, Sánchez. Ha quedado desnudo en su credibilidad manejando torpemente un gravísimo asunto de Estado. En el CNI, a su vez, siguen atónitos la tormenta que les envuelve y temen por sus consecuencias. Ocurre lo mismo en muchas embajadas en Madrid cuando les reclaman las claves de tamaño despropósito. Pero el colmo de la perplejidad se desborda cuando el presidente se atreve a asegurar que su Gobierno no recibe información del trabajo de sus servicios de espionaje. Muchos silencian la carcajada. En el PP, curtidos en esta materia durante años, simplemente le responden que no es verdad lo que ha dicho. En dos palabras: Sánchez quiso quitarse la mochila de encima para agradar a ERC y se encontró con un sonoro portazo. Nada más desalentador para sus intenciones que escuchar cómo Rufián le ninguneaba preguntando: "¿usted a qué ha venido aquí?".

Las desgracias nunca vienen solas. Tras la oportunidad perdida para restablecer siquiera en simple apariencia la relación con el republicanismo independentista, llegó el mazazo de la Ley Audiovisual. Sánchez, otra vez en manos de la abstención del PP. PSOE y Unidas Podemos, cada uno por su lado. Una fotografía hiriente para la credibilidad de la izquierda, precisamente ahora que asoma más crecido que nunca Moreno Bonilla. Esa larga mano que introdujo a última hora un descarado favoritismo en el texto regulatorio para mayor gloria de los monopolios televisivos acaba de inocular el bicho de la discordia entre un poderoso sector de la infantería socialista de la cultura. Ilustres rostros de aquel mediático batallón de la zeja braman contra la inesperada humillación recibida. La herida familiar puede ser de tal magnitud que los socialistas se vean obligados a reparar semejante vejación a sus próximos durante el trámite de la ley en el Senado.

Mientras, la (ultra) derecha seguirá envalentonándose y con razón. Se sienten tan crecidos que no les importa perder los papeles de la sensatez en un escarnio público. Lo hizo Macarena Olona en su ácida despedida como diputada vituperando a Félix Bolaños que mereció el éxtasis desbordante de la clá enardecida de Vox. La magnitud de la democracia se lo permite. Lo saben y como caminan instalados en el feroz desprecio al otro, son incapaces de inmutarse ante esa reciente inmundicia de su vicepresidente de Castilla y León que ha soliviantado a cualquier persona de bien. En su caso, ladran y encima cabalgan con tanta fuerza que tienen intimidado al PP. A tal punto, que Mañueco se ha visto humillado a pedir perdón por la insultante majadería de su socio. No será la última vez que pierdan los papeles. Feijóo también se lo imagina. l