uben los decibelios por las cuatro esquinas. En el banco azul, concernidos y nerviosos por las turbulencias, rescatan la corrupción del PP y apelan a los mangantes del Gobierno anterior cuando se les pregunta por el precio de la energía. Y estallan los aplausos fieles, más sonoros que nunca. En los escaños de enfrente, claman por un adelanto electoral. Dicen que se sienten preparados para volver al poder porque, sorprendentemente, sin mover un dedo ven cómo se debilita la imagen de un presidente, arrodillado ante el independentismo que, encima, le abofetea cada vez que le quiere. Por eso, la gritona arenga de Cuca Gamarra pone en pie a los suyos, sobre todo ahora que es tiempo de meritaje a los ojos del futuro senador Feijóo. Por el medio, entreteniéndose con el móvil para no aplaudir en conciencia a Margarita Robles, los morados empiezan a mirarse por el rabillo del ojo. Vuelven las desconfianzas a la coalición tras el primer fiasco del espacio de izquierdas de Yolanda Díaz en el que Pedro Sánchez ha depositado su tabla de salvación y que, en la probeta andaluza, se ha resuelto a dentelladas sin remisión.
Sánchez está tocado, pero ni mucho menos hundido. Rumia un cabreo secular, eso sí, porque asume que los errores palmarios del viacrucis del CNI le han desgastado demasiado, incluso a los ojos de quienes le quieren. Asoma vulnerable por un demoledor escándalo que sigue sangrando por la fuerte hemorragia abierta, lo sabe y le irrita. Quizá por eso, encorajinado, recurrió al vocabulario de taberna para fustigar el remake del PP y dejó los golpes bajos para zaherir luego con poco estilo al diputado Bal, de Ciudadanos, que le había lanzado una diatriba hiriente: “Usted no cree en España; sólo en sí mismo”. La frase no es nueva, pero lleva camino de inmortalizarse en el frontispicio de este mandato. Con todo, sigue aprobando leyes, una a una, sin inmutarse por quién le apoya.
El presidente se revuelve contrariado cuando ve que el esfuerzo de topar el gas con una iniciativa que puede acabar copiando el resto de la UE queda enmarañada en tertulias y titulares. Ocurre que le acechan las sacudidas mediáticas. En un caso, el esperpéntico relevo-destitución-sustitución en el mando supremo de la inteligencia del país, o la enésima exigencia de ERC que le humilla, o hasta el vergonzante despropósito de la izquierda alternativa, presa de los hábitos más deplorables de la casta. El fango suficiente para que le salpique incómodamente y en el momento menos propicio porque así desinfla el interés por el auténtico debate parlamentario y legislativo en favor del histerismo y ese enfrentamiento tan despiadado que fluye irracional.
Parece que ha llegado el momento de saldar cuentas pendientes, dentro y fuera del Congreso. Por eso saltan culebras desde algunas bocas. Algunos diputados -sentados siempre en la misma zona- mancillan la cortesía sin remedio, despreciando con ostentación las advertencias de ese debido respeto al contrario que se presume en una Cámara. En el caso del ácido cruce de reproches entre los acólitos de Pablo Iglesias y Yolanda Díaz, convertidos ya en agua y aceite, llegan a golpear la barrera del sonido. El manual de venganza en las negociaciones del entramado izquierdista en Andalucía no tiene desperdicio, aunque abochorna tratándose de partidos de nuevo cuño que venían a pasar el algodón. También se hace un hueco en los anales del ridículo el desolador desenlace de la guerra de vanidades económicas y egocéntricas retransmitidas a los cinco continentes bajo el pasmo generalizado, la indignación del PSOE y la risa contenida de Juanma Moreno, cada día más cerca de la goleada. Además, esta novela por entregas promete. Las navajas están muy afiladas. Solo hace falta escuchar la radio algunos lunes por la noche para atisbar la crudeza de la contestataria rebelión.
En el caso de Margarita Robles, le silban los oídos con toda razón. Aunque dotada de cuajo, parece llegar al límite soportable. Por eso, cuando Rufián le acusó de abanderar un patriotismo tóxico en la defensa numantina de un espionaje descontrolado, la ministra no dudó en afearle su sorpresa tras leer las justificaciones del control telefónico practicado a algunos soberanistas catalanes. Quizá se estaba refiriendo a esa reunión poco edificante entre un recadero de Puigdemont y emisarios de Putin mientras se gestaba la declaración unilateral de independencia en Catalunya. Y, claro, al agente del CNI se le saltaron las alarmas al oír semejante sarta de culebras por la boca contra la unidad de la patria. l