e oye ruido por demasiadas esquinas. Como si pareciera interesado. Por un lado, asoman los transportistas, por otro los ganaderos y agricultores, más allá los pescadores sin faena, en todos los hogares se entrevé una queja silenciosa y sobrevolando la calle, suena el altavoz de Abascal. Un escenario lleno de charcos, con tendencia a hacerse más grandes. El campo idóneo para el populismo. En este caso, como ahora no gobierna la derecha, Unidas Podemos tiene que morderse la lengua y deja sitio a la contestación popular, más allá de exigir duros impuestos que graven los beneficios de las eléctricas. Por eso, con la izquierda en el poder, los ultras tienen todo el campo abonado para vociferar sus bravatas. Al PP le ocurre lo mismo. Se muere de ganas por hincarle el diente a Pedro Sánchez ante la clamorosa falta de medidas de urgencia que contengan la hemorragia económica, pero, de momento, bastante tiene con arreglar su casa por dentro y definir de una vez cuál va a ser su discurso, incluso el del propio Feijóo.
Hay riesgo fundado de levantisca callejera. La inflación se desboca sin remisión, nadie embrida los precios desmesurados de los productos energéticos más allá de ideas voluntaristas, la vida comienza a ser más difícil y el futuro inmediato tampoco asoma halagüeño. Una bomba de relojería bajo los estallidos de una inhumana invasión rusa en Ucrania que descorazona y desalienta. El caldo de cultivo más idóneo para la demagogia barata en frascos de insensatez. En el Congreso se desparrama y no hay visos de que impere la cordura. Tampoco es una novedad, aunque sea un mal hábito y quizá por eso el debate estéril decide olvidarse del escaño para transformarse en manifestaciones de protesta ciudadana con un marcado acento partidista sin otro propósito que desgastar al gobierno por medio de la algarabía.
Es posible que la sala de máquinas de La Moncloa no haya estado acertada en disfrazar su falta de cintura ante las exigencias de los transportistas atribuyendo a la ultraderecha toda la responsabilidad del bloqueo en las carreteras. De entrada, entronizas por tierra, mar y aire mediáticos a la plataforma de camioneros más pequeña del país. Le has concedido gratuitamente por boca de varios ministros la suprema capacidad de que disponen para poner de los nervios a una infinidad de sectores productivos. Al tiempo, Vox sonríe encantado cuando escucha el reconocimiento público hacia la capacidad de intimidación de que dispone su creciente legión de seguidores. Un error mayúsculo de estrategia, a duras penas explicable por la insólita carencia de un recurrente plan de contingencia que aplacara siquiera la indignación generada por la endiablada subida de precios del gasóleo. El Gobierno prefiere construir su propia realidad y por eso se sacude toda responsabilidad extendiendo la tinta del calamar de que la ultraderecha calienta la calle. Cuando se trata de las cosas del comer, de saber si ahora pagas más por la luz, por llenar el depósito del coche o por la cesta de la compra, la ideología no cuenta.
En un abrir y cerrar de ojos, Sánchez se ve urgido. De aquella bonanza futurible y discursiva de los fondos europeos se ha pasado a la cruda realidad de una economía de guerra, imprevisible en sus consecuencias. Y el presidente no tiene un plan de choque. Ha decidido jugarse el tipo con un viaje de estadista por Europa mientras escucha los ecos de que su propuesta es pura fantasía a los ojos de quienes mandan en la UE. Un resultado fallido en este propósito -bastante probable, por cierto- ensombrecería su figura porque dejaría tocadas sus ambiciones políticas a medio plazo y, en casa, alentaría a una oposición cada vez más hiriente y desestabilizadora.
No hay tiempo para la tregua. Bien lo sabe Feijóo, atropellado por un trepidante calendario de mítines que le exigen una cascada de discursos con riesgo incorporado, sobre todo cuando se trata de poner rumbo a la nueva singladura. En el intento, la sombra de Vox les resulta una incomodidad permanente. Valga a modo de asignatura pendiente el ejemplo ilustrativo de la violencia machista que se les atraganta. En cambio, el soberanismo catalán tiene que aprobar sus interminables rencillas. Siempre hay un pretexto para sacarse los ojos. El último, los supuestos coqueteos del sector Puigdemont con Putin, a modo de James Bond según lo entiende Rufián. Semejante comparación causó tanta inquina que Junts situó a ERC en las cloacas del Estado. Todo se acaba calentando.