eo en el periódico los resultados de una encuesta que el Observatorio Vasco de la Juventud hizo en diciembre entre más de 4.300 jóvenes vascos de 15 a 29 años. Resulta que los adolescentes en Euskadi le otorgan al aspecto físico 71 puntos en una escala de 0 a 100, que ya está bien, y que, mientras los chicos están bastante contentos con este asunto, las chicas de entre 15 y 19 años no están satisfechas con su apariencia. La encuesta se realizó al hilo de la campaña del 8 de marzo contra la presión que sufrimos las mujeres desde niñas por cumplir unos cánones de belleza determinados. Yo me recuerdo ahí en mi pubertad. Entonces no me sentía bien ni por dentro ni por fuera y podría enumerar muchas ocasiones en las que mi aspecto físico o descalificaciones hacia él me hicieron llorar amargamente. Es otro peso que llevamos a cuestas y, aunque los resultados de la mencionada encuesta aseguran que esta insatisfacción se atenúa con la edad, yo no lo tengo tan claro. Porque no hay día en que no intenten convencerme de que todo ha cambiado, que ahora ya soy una mujer independiente, que estoy súper segura de mí misma y que esta transgresión de mi feminidad va unida inevitablemente a tener una piel tersa, un culo tonificado y unas tetas turgentes, faltaría más. El otro día pillé por casualidad un cuento de mis sobrinas sobre cómo ser una princesa perfecta. En esta especie de manual de la buena esposa dirigido a las niñas en pleno siglo XXI, se les aconsejaba, entre otras cosas, lavarse bien los dientes para deslumbrar al príncipe con su sonrisa. Nos queda tanto por superar que no sabría ni por dónde empezar. Tanto para dejar de ser princesas desde que nacemos, para dejar de construir nuestra imagen en base a cómo los otros quieren que seamos... Así que empecé por hacer desaparecer el cuento misteriosamente, llevármelas a comer un bizcocho y charlar un rato.