o nunca visto. El harakiri de un partido televisado minuto a minuto. Su suicidio narrado a modo multicanal. La quintaesencia del despropósito exhibida entre navajeos y detectives. El descalabro terminal de una alternativa sólida y creíble a la izquierda. La inmolación de un proyecto político. La oportunidad pintiparada para la consolidación embravecida de la ultraderecha. La última batalla de una descarnada guerra a muerte por el poder en el PP: o Casado o Ayuso, o ninguno de los dos a medio plazo. La testosterona como fatídica estrategia. La soberbia como antídoto contra la debilidad. Y otra vez el fantasma de la corrupción sobrevolando el mismo nido. En suma, un denigrante espectáculo que convulsiona un país en permanente inestabilidad y desasosiego por su frentismo y que, por desgracia, desnuda el paupérrimo nivel de muchos advenedizos vacuos subidos al carro de tan inconsistente política líquida.
Madrid está en shock y, posiblemente, hasta la barra del bar más pequeño de la España vaciada. El PP se banderiza. Su descomposición está a la vuelta de la esquina. El campo está minado para explosionar sin contemplaciones. El magnicidio queda asegurado. Marcará un hito en la historia política por su irracionalidad. La reconstrucción de la debacle consumirá ilusiones y castas políticas durante varias legislaturas. Tantas como las que el PSOE se permita. Así lo ha hecho posible, bajo el manto de la sinrazón, la inconsistencia de Pedro Casado, la incapacidad de García Egea, la ambición desleal de Ayuso, el veneno de las cohortes de correveidiles y las gotas emponzoñadas de hermanismo especulativo, trufado de corruptela.
Por 55.850 euros, el PP se diluirá para muchos años. Por una comisión de las decenas de miles que se pagaron durante los angustiosos días de las bolsas de basura convertidas en mascarillas de urgencia, y que nadie ha denunciado ante la fiscalía a pesar de conocer su existencia, Casado nunca será presidente de Gobierno. Quizá tampoco Ayuso como lideresa del PP, pero bien sabe ella que tiene asegurado el trono como futura heroína de la (ultra) derecha a nada que se lo proponga una vez que se consume su expulsión que tanto anhela la actual dirección de Génova. Solo García Egea y sus contados palmeros atisban un desenlace distinto. En su imaginación, dibujan un partido unido en torno a su jefe actual, con discurso propio ajeno al bloque con VOX y con opción de recuperar el poder. Lo dicen a los cuatro vientos sin ruborizarse, quizá en un desesperado intento por reafirmar su autoridad antes de que les obliguen a dejar su sitio por incapacidad manifiesta. O, sencillamente, se conviertan en moneda de cambio para amortiguar el alcance de la tragedia que asoma.
Tiene que resultar demoledor para Casado que argamases durante cinco meses toda una campaña de desprestigio para zaherir hasta el descrédito mediático a tu poderosa enemiga y, paradójicamente, tan malvado propósito te acabe estallando en la cara pidiendo que dimitas. Más aún, en la sempiterna, pero influyente pelea por el relato ha bastado que el malvado MAR accionara ágilmente el ventilador de los detectives contra la presidenta de Madrid y su familia para que el necesario debate sobre el fragante delito de nepotismo -léase factura por contraprestación de servicios- quedara relegado para desesperación de sus denunciantes. Tal vez todo responda a una mera demostración de la fuerza real de cada uno de los contendientes. El ayusismo herido, arropado por el apoyo incondicional sin careta alguna de influyentes medios de la derecha, solo tiene ojos para levantarse en armas y mariachis contra la afrenta sufrida por su ídolo, al tiempo que arrastran sin piedad la imagen de sus inductores. Imaginarse en estas condiciones de enfrentamiento visceral ese futuro partido de unidad solo retrata a quien lo sueña. Por eso, al escuchar este señuelo, Núñez Feijóo, un barón de autoridad incontestable, reclama "inteligencia" para taponar la hemorragia porque conoce la razón de ser de las deficiencias que desangran al PP. De momento, en medio de ese armamento nuclear que Aznar identifica con su partido, se suceden los zambombazos irreconciliables. Desde un bando, mano dura e intransigencia; desde el otro, victimismo a raudales. En el medio, la izquierda abandona las catacumbas de su apabullante derrota de mayo al comprobar atónita la ocasión inimaginable que se le presenta a año y medio de las próximas autonómicas madrileñas. Abascal también sonríe con varios sacos de votos entre sus manos.