ue uno de los primeros LPs que tuve en propiedad, debe de estar aún en una caja en el trastero. La corrosión nunca duerme, era el título del álbum, un título curioso. Lo cierto es que las grandes canciones de Neil Young me han seguido acompañando siempre. Es además todo un personaje, capaz de reinventarse y aparecer eléctrico y ruidoso o redescubrir una bucólica ruralidad sin dejar de ser único. No soy excesivamente mitómano, pero es una persona que destila tener un criterio más allá de lo que se espera de una estrella del rock. Algo que, en cierto modo, siempre me dio igual (me pasa lo mismo con Dylan) porque lo que me enamoran son sus canciones, no el personaje.
Sin embargo Young siempre fue una persona que reivindicaba la igualdad de las personas en un país tan racista o que se aliaba con el mundo agrario de EEUU, tan de derechas, en proyectos ciertamente progresistas y de solidaridad de clase. No es extraño que, como se confirmó hace dos años, estuviera en la lista negra de Monsanto y hubiera sido sometido por esa multinacional a espionaje y seguimiento, junto con otros activistas y con periodistas críticos con el sistema. En sus canciones se habla de las corrupciones de las grandes compañías comprando políticos y robando derechos de la ciudadanía. Es solo rocanrol, pero con sentido.
Por eso esta semana cuando Young ha dicho al gigante de la música Spotify que no quería que le escucharan en la misma plataforma donde se promueven discursos antivacunas y conspiracionistas, que ya basta de ese abuso en las redes, he vuelto a escuchar My My, Hey Hey y toda su discografía. En otra plataforma, porque he decidido no usar esa más: me gusta la música de Young, pero sobre todo me gusta más poder ejercer el derecho a mandar a la mierda a una gran corporación. No es mucho.