uando mi hija se acuesta, siempre me tumbo junto a ella un rato. Pasamos todas las noches un rato juntas hablando en modo horizontal. Es un momento de diván interesante, en el que afloran muchas de sus preguntas sobre la vida. Y aunque se supone que soy yo quien tengo que enseñarle cómo es el mundo, reconozco que aprendo muchas cosas de ella en esos momentos de charla tan íntimos.

He aprendido, por ejemplo, que las personas adultas nos encerramos de tal manera en nuestros problemas diarios que a veces perdemos la perspectiva y la visión global del mundo que nos rodea, y que, en contraposición, en la infancia nuestra mirada es mucho más amplia, todavía no está tan limitada.

Así, la mayoría de las preguntas que me hace mi hija no se limitan a su entorno familiar o escolar, sino que van más allá. Me dice, por ejemplo, "Ahora en China se están levantado de la cama", o "Si la tierra se mueve ¿por qué no nos mareamos?", o "Lo de Adán y Eva no puede ser verdad porque entonces todos seríamos de la misma familia". Digamos que mi hija se hace las preguntas en grande, con una amplitud que demuestra que se ve a sí misma y a su entorno inmerso en un contexto mucho más amplio, incluso universal. Cuando está medio dormida y deja de hablar me levanto de la cama y le apago la luz de la mesilla. Pienso entonces que nunca deberíamos apagar las luces largas, que no nos deberíamos limitar a ir por la vida con las luces cortas, como hacemos tantas veces, con nuestra mente colonizada por problemas cercanos que nos impiden ver más allá. Todos los grandes problemas del mundo como puede ser, por ejemplo, el de la destrucción progresiva del medio ambiente, requieren que miremos a nuestro alrededor como lo hacen los niños y las niñas. Con luces largas, con perspectiva y siendo conscientes de que somos una parte de algo mucho más grande. Si pensamos en nuestro problema imaginándolo inmerso en la amplitud del universo, seguirá siendo nuestro problema, pero quizá nos maree un poco menos.