as cañas se han vuelto lanzas. De repente, ha cambiado el viento. La ola se ha puesto brava para el Gobierno y, especialmente, para el PSOE. Todo parecía a pedir de boca de Pedro Sánchez: Presupuestos en la mano, fondos europeos para dar y regalar, acuerdo siquiera mediático de la reforma laboral, Catalunya durmiente y el PP enfrascado en la jaula de grillos de Madrid. Y en un santiamén, Mañueco se entrega en cuerpo y alma a Pablo Casado para darle oxígeno desde Castilla y León porque sabe que tiene en la mano la mayoría suficiente; Alberto Garzón, en uno de sus muchos tiempos de ocio, abre en canal una polémica que se lleva por delante el sentido común; la populista Ayuso judicializa los primeros 9 millones de euros de las ayudas autonómicas de la UE y espolea a Feijoo y Moreno Bonilla para calentar la bronca; ERC pone al borde del fracaso el hito histórico de la (neo) candidata y vicepresidenta de Trabajo; la inflación llega al histórico 6,5% a final de año; y, para colmo de males socialistas, en el Ritz se firma el armisticio, más aparente que real, entre los gallos peperos de la Puerta del Sol y Génova. Ni siquiera la tardía rebaja del precio de los antígenos calma tamaña tormenta.
Albert Rivera pasará desgraciadamente a la historia reciente de la política española como el abominable causante de un inestable devenir institucional que no parece tener fecha de caducidad. Alberto Garzón, por su parte, ha empezado a labrarse el hueco en mármol que le convertirá sin esfuerzos en el peor enemigo para la convivencia y unidad de acción del primer Gobierno coaligado tras la marcha de Pablo Iglesias. Curiosamente, a uno y otro dirigentes de escaso recorrido les une el estropicio que sus respectivas líneas de actuación han causado de manera indirecta en los intereses socialistas. El torpe engreimiento del etéreo líder de Ciudadanos arrastró a Sánchez hacia un pacto que repelía con Podemos y a todo un país a unas estériles elecciones, además de castigar con la inanición a su propio partido. A su vez, la inoportunidad del líder de IU pisando charcos y mezclando granjas, carnes, agricultura, ganadería intensiva y extensiva ha generado un corolario estremecedor por la onda expansiva generada. Pero el ministro de la cuota ha conseguido dar fe de su existencia sin necesidad de dimitir como le ocurrió al ausente Castells en la cartera de Universidades. Su vanidad, saciada. Por fin ya es conocido. Ahora bien, le ha valido con destapar la caja de los truenos para alimentar inconscientemente con miles de votos a una derecha ávida por morder tan jugoso hueso de cara al 13-F; sufrir un vendaval de ácidas descalificaciones empezando por las de sus compañeros socialistas de Gabinete; comprometer al máximo el discurso y la suerte del PSOE en CyL y, sin embargo, cargar de impagable rebote las pilas electorales a Unidas Podemos en un territorio donde apenas deja huella. Él lo da todo por bien empleado. Sánchez, en cambio, se siente indignado y con razón por el alto precio de tan innecesario desgaste.
También pintan bastos para el presidente con el resto de socios parlamentarios. Desde las periferias no dan el brazo a torcer con la paniaguada reforma laboral y el panorama asoma sombrío conforme avanza el calendario. Ocurre lo mismo con el órdago del PNV en materia del traspaso del IMV por su hastío con el arte de birlibirloque de Escrivá, un acreditado técnico jacobino refractario al Estatuto de Gernika y a cualquier esbozo descentralizante. En las lógicas apuestas propias de trances similares, en este Congreso de vacaciones, nadie fía su suerte a que la sangre llegue al río. Pero entre quienes empiezan a hartarse de este juego de regates cortos y de desenlaces agónicos, toma cuerpo la seria advertencia de que algún día debería romperse la cuerda, simplemente a modo de puntual escarmiento.
El PP está al acecho y, encima, envalentonado por el mal ajeno. Así se explica el estallido de júbilo entre los cortesanos de la derecha periodística y empresarial por el torniquete, aunque sea provisional, que García Egea y Ayuso han convenido para detener la sangría de ese pueril enfrentamiento que disfrazan hablando de la celebración de su cónclave regional cuando, en realidad, solo se trata de frenar el desmedido afán de la presidenta madrileña. Esta paz ficticia se extenderá, como mínimo, durante los dos próximos períodos electorales. El tiempo suficiente para que el ayusismo enarbole cualquier otra bandera que se imagine contra La Moncloa y así agrande su perfil de auténtica jefa de la oposición.