stos días muchas mujeres comentan su deseo de que tras la pandemia y con la vuelta de eso que llamamos normalidad no se recupere la vieja costumbre de dar besos en el ámbito profesional o en las relaciones sociales fuera del ámbito más cercano o familiar.
Yo me apuntaría también a otro cambio de costumbres sociales tras el covid. Pediría el fin de aquellos compromisos sociales en el ámbito profesional que se alargaban una vez terminado el horario laboral. Llevamos meses sin esas cenas de trabajo, sin las cervezas de confraternización o las copas de agasajo. Y bien podríamos prescindir de todo ello en el futuro, como de los besos laborales.
Hace unos días me tocó una cena -de esas sí deseadas- con el embajador de Corea en un país europeo cuyo nombre ahora no nos importa. En un momento de la deliciosa cata de los clásicos de la comida coreana, con sus característicos palillos metálicos, entre el famoso kimchi de col fermentada y un bulgogi de carne de mil sabores intensos, hablamos de las distintas normas de transparencia y anticorrupción en los diferentes países. Cada cultura tiene sus usos de cortesía, de modo que conocer sus leyes tiene interés no sólo como estudio de las prácticas políticas de transparencia, también tiene algo de inmersión antropológica o de comparación cultural.
La reciente ley coreana contra los sobornos y las cortesías o "solicitudes inadecuadas" ha entrado, nos informa el embajador, en este delicado ámbito de los usos sociales tales como pequeños regalos y comidas. Una conocida profesora coreana sentada a mi derecha aprovecha un inciso mientras el embajador bebe de su copa para comentar cómo ella había tenido la costumbre de organizar anualmente una recepción con pizza a sus alumnos internacionales, con el fin de darles la bienvenida. Ahora, tras la entrada en vigor de esta norma, los servicios de la universidad le habían sugerido no hacerlo por si pudiera entenderse como una compra de voluntades de cara al momento en que los alumnos deban evaluarla. El uso ha cambiado a las cuentas separadas y fraccionadas. Cada uno su porción de pizza y su bebida.
Esta ley prohíbe, añaden, que las cenas ofrecidas con dinero público excedan los 30.000 won coreanos por comensal, que al cambio son unos 22 euros. Sentado justo enfrente el embajador se da cuenta de que mi cabeza empieza a hacer cálculos y se adelanta a aclarar que esa norma no afecta a las cenas en el extranjero, a las que se aplican criterios diferentes. Las delicias que han pasado por nuestros platos y que acaban justo en ese momento con un helado de arroz crujiente y menta no parece que se pudieran zanjar, me temo, con esa moderada cantidad.
El caso es que estos nuevos límites legales han afectado a la cuenta de resultados de los restaurantes más caros del país, que obtenían parte de su facturación de este tipo de compromisos. Pero lo más interesante es que, según cuentan, esa norma ha tenido un efecto social adicional realmente inesperado. Al parecer los hombres en edad de ser padres jóvenes llegan antes a casa y la vida familiar coreana ha ganado en tiempo lo que los restaurantes especializados en cenas de trabajo han perdido en facturación.
No quiero agravar la crisis de nuestros restaurantes que aún deben salir del gigantesco agujero de la pandemia pero a medio plazo yo me apuntaría, en este particular asunto, a la experiencia coreana.