i mis hijas fueran integrantes de la mafia durarían bien poco. Tampoco tendrían mucho futuro como espías ni, desde luego, podrían atesorar por mucho tiempo secretos de estado. Vamos, que no haría falta excesivo empeño para que cantaran enseguida con una sonrisa de oreja a oreja todo lo que saben y lo que se imaginan. Porque es así: para mis criaturas es imposible guardar un secreto y además se chivan de la otra en cuanto tienen ocasión. Quizá esa costumbre albergue la necesidad de cumplir las normas y de ser reconocidas por ello. Quizá busque tener al tanto a la autoridad por si las moscas. Y seguro que algo de orgullo habrá al compartir con la persona adulta una hazaña que tú consideras un espanto o que, como diría mi padre, resulta ser un salchucho. Bien mirado, no está tan mal que, inocentes, te adviertan de antemano del pastelazo que te vas a encontrar antes de enfrentarlo de sopetón y sin anestesia. Sobrevaloramos la sinceridad en su educación y después tenemos que contener nuestra reacción ante la pared pintada, el pelo semi rapado a maquinilla, el frigo desmantelado, el maquillaje esparcido por el baño, o la almohada desplumada, para mantener ese lazo de confianza y sinceridad en el futuro. Y hacerlo no es nada fácil, sobre todo cuando el chandrío que han montado en cinco minutos no lo arreglas ni en dos semanas. Resulta además odioso tener que mediar entre sus chivatazos, que ensalzan la culpabilidad cuando intentas que esa palabra no esté en el top de su diccionario ni de su vida. Lo que peor llevo es guardar esos secretos que divulgan a los cuatro vientos pero que tú debes callar ante la amenaza de alta traición, mientras observas cómo la criatura que se queda en la ignorancia implora saber qué se cuece entre tú y su hermana, compañera de juegos, sangre de su sangre€ Sin duda, Maquiavelo fue un aficionado.
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