a obligación de parecer feliz, las sonrisas forzadas, las felicitaciones por compromiso, la menguante cesta de la empresa, el discurso vacío y ridículo del jefe, el marrón laboral justo la víspera de vacaciones, el enésimo décimo de lotería que jamás tocará.
Los achuchones de la abuela al llegar, el olor a orejones al vino que no soporta nadie, el pantagruélico banquete, la bandeja de turrones que dura hasta marzo, la forzada copa de alcohol caducado, el caos de 30 comensales con 20 sillas y 15 platos, la siesta con los ojos abiertos en la soporífera partida de cartas.
Los archisabidos chistes malos del tío gracioso, la acalorada discusión con el cuñado facha, las batallitas del abuelo, la pataleta del primo pequeño, la llorera de la tía a la cuarta copa de cava, el atragantamiento con las uvas, el brindis por el abuelo que falta, la borrachera de regalos inservibles, la turrada del sobrino repelente con su último gadget tecnológico.
Las aglomeraciones en la cabalgata, el habitual resfriado esperando a Olentzero, la llamada de la tía abuela de la que ya nadie se acuerda, la ancestral quedada con los primos, la resaca tonta de las fiestas.
Los christmas viejunos que siguen llegando al buzón, el insufrible spam publicitario en el mail, los cutres adornos de todo a cien en cada esquina, la manoseada programación de la tele, la insistente apuesta por lo viejo en las nuevas plataformas de streaming, los machacones villancicos y las empalagosas baladas ochenteras.
El árbol de plástico barato, la vuelta al cole que nunca llega, el frío glacial en la escapada a la nieve, el eco de los falsos deseos para el año nuevo, los cansinos gruñidos de los haters de la Navidad. Así parecía ser todo. Tan cursi. Tan monótono. Tan previsible. Pero cuánto vamos a echar de menos todo esto. Mucho. Feliz normalidad.