os especiales retrospectivos de fin de año van a ser más predecibles que nunca: que si el virus que vino de China, que si un país en los balcones, que si el otoño sin bares, que si la vacuna ya está aquí... Además este año muchos medios plantearán a famosos e ilustres una pregunta adicional al clásico cuestionario de fin de año. Una pregunta de alcance casi filosófico: ¿qué hemos aprendido este 2020?
Fue una pregunta que se formuló mucho en primavera, durante las semanas del confinamiento: ¿qué nos ha enseñado la pandemia? Seguro que se acuerdan ustedes de las respuestas: hemos aprendido a valorar el trabajo -poco visible y poco reconocido- de miles de personas; a valorar el tiempo con nuestros mayores; a valorar la alimentación de cercanía y el comercio local... Mucho de todo ello lo olvidamos en un par de meses, tan pronto como llegaron los calores de julio, los helados por el malecón, la celebración de las fiestas (aunque no se pudiera) y la sensación de invulnerabilidad que todo ello trajo. Lo hemos pagado muy caro. De consumir verduras de kilómetro cero pasamos sin solución de continuidad a rendir, cautivos y desarmados, los dígitos de nuestra tarjeta a la sonrisa de Amazon.
Repaso lo que yo mismo identifiqué aquellos días como oportunidades de aprendizaje y me salen cosas como la importancia del multilateralismo, el papel de la responsabilidad ciudadana, el cuidado de la producción cercana, el comercio local y otro puñado de cosas igualmente previsibles.
Pero peor que la falta de originalidad ha sido caer en la cuenta de que todas ellas eran cosas en las que ya creía antes de la pandemia. La situación, a mi entender, las ponía aún más en evidencia, pero no eran aprendizajes propiamente nuevos. ¡Qué triste si lo que digo haber aprendido es lo que ya creía saber! ¿Es todo lo que doy ante la mayor oportunidad de aprendizaje de una generación?
O bien yo estaba en lo cierto en todo y la realidad se ha limitado a darme la razón punto por punto, o bien estoy interpretando la realidad, pase lo que pase, a la medida de mis prejuicios. A poco que uno se ponga ante el espejo a mirarse honestamente durante 20 segundos, deberá reconocer que lo primero es bastante improbable. La segunda opción gana: se llama sesgo de confirmación y nos salpica a todos.
Así que estos días me preparo por si algún periodista despistado tiene la agenda ya seca, nadie le coge el teléfono y en un ataque de desesperación ante el inminente cierre de redacción, anticipando la bronca del jefe, se le ocurre llamarme como comodín de tercera y preguntarme: ¿qué ha aprendido usted este 2020? Me pongo a pensar. He aprendido alguna cosa -cultura general- de epidemiología y de virología (tanto los libros de Ignacio López Goñi como la información en redes de la Cátedra de Cultural Científica de la EHU-UPV han ayudado mucho). Vale, es un aprendizaje, pero no cuenta como reflexión que se pueda compartir. He aprendido que me gusta la gente que acompaña mi vida más de lo que yo sabía. Vale, es bonito, pero demasiado personal y tampoco sirve. Tras eventos como los de la fiesta en Derio me asaltan algunas dudas sobre la fortaleza de algunos ante adversidades menores, sobre su capacidad de prostituir palabras como libertad y sobre nuestros medios para hacer valer el estado de derecho, pero no son constructivas, más bien decepcionantes. Así que prefiero olvidarlas. Sigo buscando.
No se ría usted. No es ejercicio fácil. Le invito a hacerlo: ¿qué ha aprendido usted, realmente nuevo, de este 2020?.