e veía venir. No escarmentamos después de comprobar las dramáticas consecuencias de aquellas no fiestas y el asalto desaforado de terrazas y parques, sumidos como estamos, todavía, en la segunda ola del covid-19. Se veía venir que la llegada de las navidades iba a poner de nuevo en riesgo los tímidos avances en el control de la pandemia logrados con el sacrificio y la disciplina de la mayoría de la ciudadanía. Se veía venir que la propuesta del LABI abriendo temerariamente la mano para las fiestas navideñas no iba a modificarse demasiado en el acuerdo interterritorial. Y así ha sido, incluso para exponernos a mayor riesgo.
Al natural y acrítico deseo de amplios sectores de la sociedad para no perderse las celebraciones navideñas, se han sumado las persistentes presiones de hosteleros, comerciantes y diversos gremios combinando economía y socialización. Caiga quien caiga.
Quedó, pues, para los gobernantes la patata caliente y no han encontrado mejor solución que dejar el asunto en la responsabilidad individual. Una responsabilidad que, como lamentablemente se ha comprobado, es irresponsable.
Así las cosas, nuestros gobernantes piden que nos quedemos en casa pero al mismo tiempo anuncian que podemos viajar de aquí para allá, eso sí, solo para visitar "a familiares y allegados". Por supuesto, no nos dicen quién y cómo se va a controlar a los que viajen, ni cuál será el baremo que distinga a esos "allegados".
Como conclusión de estos enigmas, ya verá cada uno dónde va a poner el listón del autocontrol, porque los gobernantes se han quitado de encima esa responsabilidad, se han lavado las manos ante la posibilidad de una tercera ola después de las navidades. Las autoridades sanitarias llevan mucho tiempo recomendando que se evite la movilidad, tema clave para la contención de la pandemia, pero se ha comprobado que para ello solo hay una vía: restringirla al máximo o prohibirla. Es absurdo recomendar que nadie viaje y permitir la excepción prácticamente total, como es absurdo limitar el número de comensales en la mesa familiar a sabiendas de que va a ser imposible de controlarlo. Otro asunto que se deja a la responsabilidad de cada individuo como condición indispensable para evitar la tercera ola.
En realidad, ningún gobernante quiere arriesgarse a decir que este año no se puede celebrar la Navidad, como no pudieron celebrarse las fiestas patronales. La realidad es que en la celebración de las navidades hay muchos intereses en juego, por encima de las consideraciones familiares o sentimentales. Es obvio que desde tiempo inmemorial estas fechas perdieron su carácter religioso para convertirse en una potente coyuntura económica y comercial que aprovecha el impulso consolidado de socializarse por parte de las gentes de toda condición.
Es complicado tomar decisiones impopulares, y así lo han hecho en Italia y otros países de nuestro entorno. Muchas familias ya habían asumido las rigurosas medidas vigentes hasta ahora y habían decidido restringir a seis lo que puede ser diez, a la una lo que va a ser a la una y media y a dejar el viaje para cuando mejoren las circunstancias sanitarias.
La gente que soportó con dignidad y ánimo el gran confinamiento prefiere la disciplina al desmadre, y si algo echa en falta desde el mes de mayo es un mayor control por parte de las autoridades y un mayor rigor para haber evitado lo que por desgracia ha ocurrido. No es tan complicado, basta con la presencia disuasoria de agentes de la autoridad en los lugares habituales de aglomeración. Los gobernantes no pueden siempre apelar a la responsabilidad de cada uno y lavarse las manos para no asumir la propia.