sto de la pandemia y del coñazo del covid está laminando mi modo de vida, mis rutinas y puede acabar conmigo. Ahora no puedes salir del pueblo donde vives, no puedes ir a un velatorio si hay más de 6, y lo que más me jode y mata mi vida espiritual, no puedes tomar potes en la barra del bar, justo donde no soy nada peligroso porque, debido a mi estructural misantropía, salvo con el vaso, no socializo con nadie.
También se me han complicado los desplazamientos por la ciudad. El autobús me da canguelo en tanto tengo años y una salud no preparada para recibir el ataque de un virus como el que circula. El coche está imposible con las obras del famoso bus eléctrico, y lugar por el que pases están levantando zanjas, cerrando rotondas o abriendo agujeros, pareciendo un autobús que está en todas partes, el bus-dios. La moto no la cojo porque últimamente me he pegado dos leñazos y no estoy para chorradas. Podía ser en bici, pero se la dejé a mi hijo para su uso, quedándome la única posibilidad de andar, que lo hago mucho. De hecho, ayer miré mi teléfono, de esos que saben todo sobre tu vida, y vi que este año llevo andados 2600 kilómetros, que ya es.
El otro día tenía que atravesar todo Gasteiz y se me hacía exagerado ir a pie, así que, al final, viví peligrosamente cogiendo un tranvía, me separé todo lo que pude de la gente y tuve un viaje alucinante. Las gafas se empañaron con la mascarilla y, aunque no veía prácticamente nada, escuchaba la megafonía. Ocurrió que, tras salir de la universidad, en aproximadamente 16 minutos oí que pasaba por Florida, Angulema, Lovaina, Europa, Honduras y, cuando comencé a aturdirme por tan espectacular recorrido, pude escuchar aliviado que llegaba a Euskal Herria. Me encantan las pandemias que te empujan a coger unos tranvías mágicos en los que en poco más de un cuarto de hora recorres el mundo y te devuelven a casa.