Vitoria. El Baskonia ha patentado el sufrimiento como una permanente seña de identidad. Hasta en las jornadas más plácidas donde circula a través de una autopista exenta de obstáculos termina perdiendo el norte debido a sus célebres desconexiones y se procura un tormentoso trayecto en el epílogo. El Valladolid coqueteó durante muchos minutos con una paliza de dimensiones gigantescas, pero aprovechó una monumental pájara local mediado el tercer cuarto para instalar la zozobra y quedarse a las puertas de una victoria épica en el Buesa Arena.

Y es que cualquier adversario, ya sea de la planta noble, de la clase media o inmerso en las arenas más movedizas, requiere hoy en día de una mínima solvencia para destapar la vulnerabilidad de un colectivo con dos caras diametralmente opuestas. Desquiciado por alguna surrealista decisión arbitral, sin que nadie le empujara hacia el abismo y haciendo gala de una sospechosa fortaleza mental, el Caja Laboral decidió autoinmolarse cuando el partido discurría por unos derroteros favorables. Pasó de gobernar con puño de hierro un duelo de guante blanco (53-37) a sumergirse en una delirante espiral de despropósitos que consintió la milagrosa resurrección de un belicoso Valladolid, tan limitado de recursos como rebosante de corazón como ya dejó patente en aquella ida de infausto recuerdo.

Entre que los colegiados adquirieron más protagonismo del estrictamente necesario con un surrealista concierto de pito que desquició a los locales, algún jugador -léase Barac- se borró del mapa por culpa de un pique infantil con el rocoso Slaughter y las continuas pérdidas provocaron un atasco ofensivo sin precedentes, el monólogo baskonista quedó en agua de borrajas. El choque se embarró, se recrudeció el descontrol, aconteció un inesperado ataque de pánico y un caótico Baskonia, más pendiente de estériles protestas a los hombres de naranja, empezó a ver recortado su jugoso botín hasta la mínima expresión.

Incapaz de despojarse los pegajosos grilletes pucelanos, comenzó entonces una insoportable agonía cuyo momento culminante tuvo lugar ya dentro del último minuto cuando el cerebral Dumas colocó las inquietante tablas en el electrónico (73-73). No en vano, arrancaba un partido nuevo con la amenaza de un sonrojante batacazo merodeando en el gélido ambiente. Afortunadamente, el conato de insurgencia visitante quedó sofocado gracias a la irrupción de dos bomberos disfrazados de milagrosos salvadores. Huertas y Ribas se confabularon para dejar virtualmente sentenciada la cuarta posición de la fase regular.

Una pillería salvadora El temple del brasileño desde el tiro libre constituyó el primer cimiento hacia la victoria (75-73), pero todavía restaban 20 interminables segundos para la conclusión. La nítida consigna de Porfi Fisac tras el tiempo muerto, consistente en la búsqueda de un triple ganador, hizo revivir los episodios más tenebrosos de la actual temporada. Cuando el Valladolid se disponía a iniciar la jugada decisiva desde medio campo, una pillería del catalán para robar el balón y su posterior asistencia a Marcelinho supusieron el respiro de alivio y zanjaron la crítica incertidumbre.

Así languideció un encuentro cuya puesta en escena invitó a una paliza redentora. La solidez defensiva y el salvaje tiroteo exterior, sellado en la consecución de once triples antes del minuto 25, obraron un racial despegue. Fueron decorosos minutos en los que el Caja Laboral atropelló con sus principales virtudes a un forastero apocado cuyas sensibles ausencias se dejaban sentir. Sin embargo, los peores presagios ya empezaron a barruntarse justo instantes antes del intermedio, al que se llegó con un desfavorable parcial de 0-10 tras el momento de más esplendor (41-22).

A base de orden, oficio y un sobrio trabajo de pizarra, concretado en multitud de defensas, Fisac satisfizo su propósito de emborronar el pulso. El empujón arbitral sumió al cuadro alavés en el caos, afloraron las pérdidas y el Valladolid colocó un nudo en la garganta de los seguidores baskonistas, cuya ración de sufrimiento sólo quedó abortada sobre la campana. El triunfo final, en cambio, no oculta que este inconsistente bloque continúa sin enamorar. Y eso resulta desalentador a estas alturas.