Vitoria - El estado de alarma y el obligado confinamiento de la población en sus domicilios cumple la primera semana de vigencia. Su aplicación por segunda vez en la historia democrática del Estado, tras la crisis de los controladores aéreos en 2010, únicamente autoriza a las personas a abandonar la reclusión del hogar de forma “individual” para circular por las vías de uso público y realizar actividades de primera necesidad como adquirir alimentos, productos farmacéuticos, asistencia a centros sanitarios o desplazamiento al lugar de trabajo. A lo largo de estos siete días se ha generado esa necesidad para hacer frente a compras como el pan, medicamentos o adquirir productos esenciales en el supermercado.

Un redactor de DIARIO DE NOTICIAS DE ÁLAVA experimentó ayer en carne propia esa extraña sensación de volver a pisar las calles del barrio de Zabalgana para tal fin. Un gesto cotidiano como abrir la puerta del portal y poner un pie en la vía pública despierta una gran alegría interior tras siete días reducido a observar desde una ventana o balcón el escaso movimiento en el barrio. A ese subidón emocional de estar de nuevo en la calle se le une de inmediato la percepción de unas calles a mínimas revoluciones. Los huecos para estacionar los coches y el inexistente tráfico envuelven a la vía pública poco acostumbrada al silencio, que delata la excepcionalidad de la situación. La presencia de transeúntes es escasa por las amplias zonas verdes de Zabalgana y se limita a aquellos que llevan anudadas a su mano la correa de alguna de las más variopintas razas caninas, elevadas a la categoría de tesoro de valor incalculable en los duros tiempos del coronavirus.

Con este silencioso marco, se enfila de necesidad de cubrir a la mayor rapidez posible los encargos de la lista de la compra. Sin embargo, la llegada a la espaciosa avenida de Zabalgana ya delata que va a ser una cuestión que consuma más tiempo del deseado.

Las hileras de personal a las puertas de los establecimientos de esta vía central del barrio se han convertido en la estampa habitual en los últimos ocho días. Todas ellas se concentran en los únicos establecimientos con las puertas abiertas. Dos panaderías en los extremos de la calle, otra más en el tramo central, un estanco, la farmacia y una pequeña franquicia de una distribuidora alimentaria son los puntos de actividad de la avenida de Zabalgana. La obligada distancia de metro y medio de separación entre uno y otro integrante convierten a las colas en una serpiente multicolor e irregular de pacientes gasteiztarras, convenientemente pertrechados de forma mayoritaria con mascarilla y guantes. Desde los ventanales de los establecimientos se advierte de la obligatoriedad de extremar las precauciones, se impone un metro y medio de distancia y se limita la presencia de clientes en el interior.

Desde el mostrador del Estanco Tere, en el número 40 de la avenida de Zabalgana, solo se permite la presencia de dos personas dentro para hacerse con el tabaco después de una espera que rondó a media mañana de ayer los veinte minutos. Las operaciones relacionadas con los sorteos de las diferentes loterías estatales han quedado anuladas mientras no se doblegue al guerrero Covid-19. La reclusión domiciliaria eleva el volumen de las compras para los empedernidos fumadores, que tienen en la visita continuada al balcón uno de los escasos contactos con el aire de la calle.

En la zona central de la calle se observan las mayores colas. La farmacia Eguinoa es un incesante foco de actividad. Raramente desciende de la docena de personas las que aguardan pacientemente a que llegue su turno. El sol primaveral que ayer se decidió a iluminar Gasteiz fue un agradable compañero, que generó comentarios de alegría entre los clientes a lo largo de los más de 40 metros de hilera. Una vez en el interior de la botica, las especialistas farmacéuticas despachan las medicinas parapetadas tras una mampara casera de listones de madera y metacrilato. Unos listones conforman una pequeña pantalla protectora con un plástico transparente, de una altura de 70 centímetros. Todas ellas portan mascarillas de máxima protección y guantes de látex, mientras han salpicado los lugares más visibles del local recordando la obligatoriedad de mantener 1,5 metros de distancia. La entrega de medicinas se sucede a un ritmo vertiginoso y ellas son también otro de los colectivos profesionales que deben redoblar sus esfuerzos durante las 13 horas que tienen las puertas abiertas.

El local contiguo es también otro punto de peregrinación masivo en estas jornadas de reclusión. La panadería Guinea tiene una amplia oferta de todo tipo de variedades de pan, prensa diaria, revistas y chucherías para entretener la reclusión casera de los más pequeños. Repite la petición de metro y medio de separación entre un cliente y otro en la cola exterior. Limita a cinco personas el número máximo de clientes en el interior, aunque la propia precaución de los ciudadanos hace que no haya más de tres nunca. Especialidades como la txapata, la barra rústica o el pan de cereales llegan al cliente de manos de una dependienta con la mascarilla protectora y guantes especiales para coger el pan. Una cinta aislante en el suelo, a metro y medio del mostrador, impide al cliente traspasarla. Conscientes de la dificultad de pagar estos pequeños desembolsos a través del plástico, han situado una bandeja metálica sobre el mostrador para dejar sobre ella el dinero en efectivo y también desde esa misma las correspondientes vueltas. Con el pan, los medicamentos y el tabaco bajo el brazo, la última escala se sitúa en el centro comercial E. Leclerc. Atravesar la avenida de Zabalgana se convierte en lo más parecido a transitar por un árido desierto, sin apenas convecinos por la vía. La serpenteante hilera de otra panificadora próxima al centro comercial es el único punto donde se vuelve a concentrar la gente, en medio de un inquietante silencio, roto por el circular de un vehículo, los buses de Tuvisa, ya con frecuencias recortadas, o el ladrido de algún can.

Dentro del recinto del supermercado, un vigilante de seguridad advierte de la obligatoriedad de enfundarse las manos en unos guantes de plástico antes de agarrar el carro metálico. A modo de instintiva protección, cada uno de los ordenados clientes mantiene la distancia de seguridad por encima del metro y medio ya dentro de los pasillos. Los mostradores de los productos frescos, carnicería y pescadería, son los puntos donde más aglomeración se observa, pero también con un orden impuesto por la cautela de los propios compradores. Tachadas de la lista previa todas las viandas a adquirir toca enfilar la última cola de la mañana, no sin antes comprobar el perfecto estado de revista con todos los lineales a rebosar de mercancía. No se acusan las bajas en aquellos puntos estratégicos como los del papel higiénico, las pastas, el arroz o productos desinfectantes, señal inequívoca del correcto funcionamiento de la red de aprovisionamiento. El paso por caja se hace también con ese impuesto corredor de seguridad entre los clientes, pero sin grandes tumultos por los numerosos puntos de pago abiertos en el establecimiento. Superado ese trámite toca regresar al punto de inicial de partida de una mañana entre colas, pero con la tranquilidad y orden de los gasteiztarras como mejor antídoto ante los embates del Covid-19.