Que el fútbol cambia en un segundo lo terminé de comprender hace dos semanas en Lisboa y lo volví a experimentar ayer por la tarde en uno de los finales de partido más extraños que se recuerdan. Pasó poco durante casi 85 minutos, cuando se levantó una tormenta sólo equiparable a que si Dios, en vez de crear la tierra en siete días y al séptimo descansar, lo hubiera dejado todo para el domingo. Se empezaron a caer los goles de los bolsillos y un frenesí de todo o nada se sucedió hasta el catártico gol de Guzmán. En ese tobogán, se generó un ecosistema fascinante que sólo se produce en sociedades primitivas: no había nada que guardar y todo era desconocido. Si un día se creyó plausible que el mundo terminaba en Finisterre, ayer era legítimo pensar que el universo conocido acababa en Jaén. Después de tantos años viendo fútbol y ya unos cuantos escribiendo sobre él, advertí que era quizás la primera vez que veía que los dos equipos buscaban de verdad ganar. Por eso fue como el patio del colegio y hubo cuatro goles en diez minutos. Fue un Capellocidio, una batalla tribal. Hombrecillos regresados a su niñez arriba y abajo sólo preocupados de marcar un gol más que el rival. Ni siquiera lúcidos para arropar lo que un efímero momento poseyeron. En lo que fue del empate de Juanma al 2-3 definitivo, el partido se convirtió en una versión futbolística de El Señor de las Moscas. Si hubo tentativas loables por legislar lo que sucedía, fue un vano intento que naufragó a orillas de los instintos primarios, cuando el miedo es intangible. En su versión etérea es un mecanismo protector instintivo, pero en el plano material, el miedo es un nocivo vicio adquirido. Miedo a intentarlo, miedo al qué dirán, miedo a triunfar. El Alavés (y el Jaén) se despojaron de cualquier corsé o autocoacción porque sólo tenían una cosa segura y además no la podían recordar: la muerte. Hasta morir tiene un componente crucial cuando has tocado la gloria. En mi primera juventud, un texto grabó indeleblemente en mí la frialdad de la muerte de Pantani, en un aséptico hotel de un lugar llamado Rimini. Solo, sin ningún retazo final que se contextualizara con su vida de epopeya. Es como si Leónidas hubiera vencido en Las Termópilas para después morir olvidado por un resbalón en la ducha. El Alavés, que no morirá nunca, por cierto, tocó hace trece años un techo que indefectiblemente le separará de por vida de Mirandas, Jaenes o Geronas. Salvando esa nostalgia del pasado, en campos de cuarta, diga lo que diga la categoría, como en el que fue a jugarse la vida, El Glorioso debería poner por delante su final de Dortmund, los nueve goles al Kaiserslautern, los mil kilos mojados de Recoba y los 600 espartanos que estaban ayer en la grada, su Toni Moral y desde ayer su Guzmán Casaseca y simplemente proclamar una palabra al irse. Recordadnos.