El pequeño pueblo de Guevara, que dio nombre (o quizás fuera al revés) a una importante familia de la nobleza española, se encuentra apenas a quince kilómetros de Vitoria-Gasteiz y en poco se diferencia de cualquier otra aldea de la Llanada alavesa. Desde el siglo IX, ya se tiene constancia de su existencia, aunque los vestigios de la Edad de Hierro encontrados demuestran que, desde mucho antes, ya hubo emplazamientos humanos. Incluso es posible que fuese allí donde se hallaba Gebala, el enclave de las tribus vardulias que mencionan autores como Estrabón, Pomponio Mela, Plinio el Viejo o Tolomeo. Prueba de la importancia que alcanzó el lugar es el proverbio medieval que decía Antes condes en Guevara que no reyes en Castilla.
Del enclave salió un ejército para participar en la reconquista tras la invasión musulmana, y también a Tierra Santa durante las cruzadas, lo que otorgó incontables títulos nobiliarios a la familia de los Guevara, entre los que pueden encontrarse prelados, escritores, caballeros y todo tipo de dignatarios.
Uno de ellos, Iñigo Vélez de Guevara, decidió reconstruir en el siglo XV el castillo familiar, tomando como modelo la fortaleza de Sant Angelo de Roma. La edificación llegó a ser tan impresionante que una leyenda cuenta que el apellido Ladrón de Guevara tenía su origen en el hecho de que quien vivía allí podría llegar a usurpar el trono del rey. Un artículo de Semanario pintoresco español de 1839 habla en los siguientes términos.
“En el macizo de los muros y torreones corren galerías embovedadas que reciben claridad por las saeteras destinadas a la defensa, abiertas hacia la parte exterior. En la cortina del frente, a la derecha, se ve el arco que forma la entrada principal y donde existió sin duda una rampa levadiza que reforzaba la puerta. Otro portillo de cinco pies de altura, abierto al norte, serviría sin duda de puerta de socorro. El gran torreón es imponente por su masa. Tiene una sola entrada y, a la altura de catorce pies, se halla en el interior un boquete en la pared, al que se sube por una escala levadiza de madera. Desde este portillo hasta la mayor elevación que alcanzó 130 pies, se subía por una cómoda escalera de caracol, que daba entrada a varias estancias embovedadas en las que se reconocía el destino para el cuerpo de guardia, cocina y habitación del jefe. Había dentro del recinto fortificado aljibes magníficos de fábrica para abundantes repuestos de agua que alimentaba un manantial, no obstante la altura de su situación”. Incluso diversos viajeros escribieron sobre su paso por aquel castillo. Quizá la más famosa sea Marie Catherine Le Jumel de Barneville, condesa de Aulnoy. Ella narra que, al pasar por las inmediaciones, sus acompañantes, don Fernando de Toledo y don Federico de Cardona, le hablaron sobre la existencia de un castillo del que decían que estaba encantado.
Curiosa a la vez que incrédula, consiguió que la comitiva se desviase, pero, para su sorpresa, ninguno de los habitantes de Guevara quiso acompañarles, y mucho menos de noche. Finalmente convencieron al posadero, que además tenía las llaves del castillo, pero les advirtió que allí había un “?espíritu loco, al que no le gustaba la gente; que aunque fuéramos un millar juntos, si le entraban ganas de hacerlo, nos pegaría a todos hasta dejarnos por muertos”. Y, aunque afirma que nada extraño ocurrió durante su estancia en el castillo, la condesa quiso hablar de su belleza, pese a la exigua decoración, y recrearse en unos tapices que representaban escenas de amor entre el rey Pedro el cruel y doña María de Padilla, una mujer “tan bella como mala persona”.
También el cartógrafo del rey Luis XIV de Francia, Albert Jouvin de Rochefort, dejó constancia de su paso por el castillo, el cual estaba “flanqueado de torrecillas donde se alza una gran torre cuadrada en el medio, que está habitada por un duende maligno, que es la causa de que allí no resida nadie, aunque pertenece a uno de los más acaudalados de España”.
Y por poner otro ejemplo más, Pieter van der Aa, geógrafo holandés, citó que “cerca de esta capital hay un pueblo llamado Guevara, donde puede verse un viejo castillo, que fue magnífico y que aún lo sería si se tuviera cuidado de mantenerlo en buen estado; pero nadie lo habita ahora, a causa de un duende que se ha apoderado de él, y que asusta a todos los que allí acuden”.
Pero creamos o no en los duendes, en la misiva que los señores de Guevara enviaron al rey informándole de que abandonaban el castillo y se trasladaban al palacio que había a los pies del monte, dejaban constancia de que era debido al miedo al ser fantasmal. De nada servían los soldados, las armaduras, las espadas y saetas contra aquel ser maligno, y durante siglos, nadie quiso volver a él.
Pero, incluso abandonado, la importancia estratégica hizo que, en diversas ocasiones, durante las guerras carlistas, ambos bandos pelearan por su control. Finalmente el general Zurbano, tras 18 días de duro asedio, consiguió que se rindiese la plaza el día 25 de septiembre de 1839. Y tan costosa fue la captura del lugar, que el general decidió demolerlo para evitar que volviese a caer en manos carlistas, siendo necesarios más de 3.300 kilogramos de pólvora.
Mucho tiempo ha pasado desde entonces, pero cuando se desciende por aquella ladera, después de haber contemplado las imponentes ruinas, difícilmente se puede evitar pensar en aquellos avergonzados soldados y caballeros, vencedores de mil batallas contra los Mendoza y los Hurtados, que jamás retrocedieron en las luchas contra los infieles, pero tuvieron que abandonar uno de los castillos más imponentes y bellos que ha tenido España, por un enemigo venido del inframundo, y al que ni las flechas ni el acero, podrían herir jamás.