la profesora agita una campanilla. Clase de Física. Apenas tres segundos de repiqueteo metálico y los adolescentes miran ya al frente, relativamente silenciosos, brazos en alto, en señal de disposición. La secuencia de hechos resultaría un tanto marcial si no fuera porque se nota que esto es otra cosa, un combo bien avenido de compenetración y disciplina. Los chavales, repartidos en grupos de cuatro, aguardan instrucciones. Cuando la docente les dice que van a hacer “un cartas boca arriba”, ellos asienten y se recolocan en las sillas. Ya saben de qué va el tema. La profesora reparte tarjetas y selecciona a un estudiante de cada equipo como capitán. Cada capitán roba la primera de su taco y pregunta a sus tres grumetes por el contenido. Hay un átomo dibujado, ¿pero cuál? Los compañeros escriben la respuesta que creen correcta en una hoja y le dan la vuelta. Y sólo cuando todos han cumplido con su encomienda -algunos son meteóricos, otros se llenan de dudas-, hacen una señal para indicar que están listos. El cabecilla concede, giran las hojas y, bajo su supervisión, ponen en común las contestaciones y acuerdan. Efectuada la comprobación, las cuadrillas que aciertan festejan el éxito con un choque de manos. Las que no, piden ayuda. Y así la clase pasa a la siguiente ronda, con cambio de líderes y nuevo interrogante. Como en un juego de domingo lluvioso, salvo que en el Colegio San Prudencio el entretenimiento es la excusa para, día a día, ofrecer los conocimientos curriculares de otra manera.
Su metodología se llama aprendizaje cooperativo y, tras una breve fase de adaptación previa, el centro la lleva aplicando desde el curso 2012-2013 “en todos los niveles, desde Infantil hasta Bachillerato”. Cuatro mujeres tienen buena parte de la culpa: Marian Amboage, Cristina López de Munain, Ascen Muro y Arrate Arróniz. Con el apoyo del equipo directivo, recibieron la formación del mismísimo Spencer Kagan, gurú de este método pedagógico, y ahora compaginan su labor docente con el de entrenadoras. Ayudan a sus compañeros a aplicar el sistema, evalúan periódicamente los resultados y van incorporando nuevas acciones. “A ver si logramos explicarla bien, porque para nosotras es terriblemente estimulante. De todas las metodologías que hemos estudiado, ésta para nosotras ha sido la definitiva”, subrayan. Lo dicen con una convicción irrefutable, mientras van colocando sobre la mesa documentos que han fotocopiado para la ocasión. Hay definiciones, esquemas, diagramas... Y muchas palabras clave que sugieren que de lo que se trata es de dar la vuelta a la forma de dar clases situando la participación de los alumnos y su interrelación en el aula en el centro del sistema. “Continúa habiendo clases magistrales, sí”, apuntillan, “pero son sólo una pequeña parte”.
La base del método gira en torno a “las estructuras”. Así llaman a las formas en que se organiza, paso a paso, la interacción de los chavales entre ellos, con el currículo y el docente. Kagan creó más de doscientas, pero en San Prudencio utilizan alrededor de veinticinco. El cartas boca arriba es una de ellas. “Otra, por ejemplo, se llama quiz quiz. Entregamos tarjetas con diferentes cuestiones a los alumnos. Éstos forman parejas. Empieza, por ejemplo, el más bajo de los dos. Si acierta, el otro le elogia. Si no, le intenta ayudar. Luego se intercambian los roles. Cuando han terminado, se dan las gracias, levantan las manos para indicar que están libres y buscan nueva pareja”, ejemplifica Marian. “Y lo mejor de todo, la fuerza de la estructura, es que el contenido es libre. Es decir, el profesor puede adaptarla a cualquier curso, a la materia que sea”, apostilla Ascen, justo antes de iniciar una excursión. En un aula de cuatro años, los pequeñajos están leyendo, “mariposa”, “perro”, “¡choca!”, así, de pie, con fichas, buscando nuevos retos, piropeándose, haciendo piña.
No hay alumnos aburridos. No puede haberlos. Hace tiempo que dejaron de existir esas clases en las que un profesor impartía una lección mientras el aula escuchaba en silencio. Tampoco les vale con que el docente lance de vez en cuando una pregunta al aire. “Esas estructuras tradicionales son muy poco participativas, porque así sólo responde un alumno o dos, a lo sumo, si el primero se equivoca. Siempre levantaban la mano los mismos”, alerta Arrate. Con la metodología del aprendizaje cooperativo y sus estructuras, los estudiantes están abocados a hablar, discutir, a enseñarse entre ellos, a entender que el resultado final dependerá de la participación de todos. “Hay una interdependencia positiva, porque se necesitan unos a otros, y si uno gana también ganan los demás”, subraya Cristina. “También se desarrolla la responsabilidad individual”, añade Marian, “porque al formar parte de una tarea común no pueden escaquearse”.
Con esos factores en mente, los grupos se crean en igualdad de condiciones. “Dentro de cada uno intentamos que haya un alumno de alta capacidad, una de alta-media, una de media-baja y uno de baja”, explica Ascen. También tratan de adaptar las estrategias a las habilidades de cada cual, de acuerdo con la llamada teoría de las inteligencias múltiples, pues hay personas que interiorizan mejor los conocimientos cuando los ven por escrito y quienes lo hacen escuchando o tocando. “Así que recurrimos a diferentes soportes, tanto gráficos como orales. Lo que no queremos es que ningún alumno quede desaprovechado”, especifican las entrenadoras. Ellas tienen claro que si se han esforzado tanto por la implantación de la metodología es para sacarle hasta la última chispa. “Y es que no sólo se trata de adquirir conocimientos. Con las estructuras desarrollan destrezas sociales que serán clave para sus vidas, para el acceso al mercado laboral, para su futuro”, afirman.
Los estudiantes más adelantados aprenden a ser líderes, pero entendiendo la importancia de que todas las partes de un equipo funcionen. “Muchas veces vemos que se convierten como en pequeños profesores, lo cual nos libera a nosotros y nos ayuda a estar más pendientes de otras necesidades”, señala Cristina. “Además, tenemos comprobado que a los chavales les gusta recibir explicaciones de gente de su misma edad, de tú a tú”, afirma Mamen. Al final, se construyen referentes que motivan a quienes no son tan brillantes. “Y todo eso, en un clima de empatía, de respeto, de amabilidad, de ayuda...”, coinciden.
No es casualidad que los chavales se elogien y reconozcan el trabajo bien hecho. Esas fórmulas afectuosas forman parte intrínseca de la metodología y el alumnado las ha interiorizado con tanta naturalidad en el transcurso de las clases que empapan ya el colegio entero. Docentes y estudiantes se prodigan en saludos cuando se cruza en los pasillos, al entrar y salir de las aulas, al terminar la jornada... Han creado, incluso, el rincón del agradecimiento. “Bueno, hay uno por cada gela e incluso en la sala de profesores”, confiesa Ascen. A la señora de la limpieza por haber dejado niquelado el suelo tras el incidente con la botella del día anterior, al capitán del grupo por haber sido tan paciente, al profesor que hizo una sustitución urgente... “Dar las gracias hace más felices a las personas”, afirman las entrenadoras. Y la positividad es un estado mental perfecto para aplicar el aprendizaje cooperativo, método del que San Prudencio supo que no se separaría desde que lo conoció.
“Cuando nos preguntan si no se tratará de una moda pasajera, decimos bien claro que no”, coinciden. Ya no es sólo que cada vez más colegios en el mundo se vayan sumando a los principios de Kagan. El propio Gobierno Vasco nombró recientemente a San Prudencio tutor de referencia en aprendizaje cooperativo en Euskadi, “así que cualquier centro que quiera formarse puede recurrir a nosotros”. Esa distinción va a suponer bastante más trabajo para las cuatro, pero no parece preocupadas. “Claro que exige un esfuerzo aplicar esta metodología, hacer seguimiento con los profesores, dotarla de contenidos... ¿Pero y el aliciente tan grande que supone?”, inquieren. Ellas notan a los alumnos “mucho más motivados”. Y eso, sentencian “es lo que importa”.