Va a ser complicado definir las claves de la campaña que acaba de comenzar. No porque sea difícil identificarlas, puesto que vienen publicitadas por prensa, internet, radio y televisión por los grandes grupos de interés mediático político, que es también económico. La dificultad es asociarlas en relación a los intereses y preocupaciones que los ciudadanos vienen manifestando.

Los mismos guardianes del bipartidismo en el Estado han decidido que estas elecciones van a partir el escenario en cuatro. Han amasado en esa clave, que proyectan por los poderosos altavoces de los que disponen, la nueva estructura política del Estado tras el 20-D eludiendo que en la actual configuración del Congreso español hay trece fuerzas políticas representadas y que incluso la más peregrina de las encuestas preelectorales sitúa a no menos de diez en el próximo hemiciclo.

Pero la simplificación, emblema del marketing más primario, trata de reducir esa diversidad a la pugna entre el liderazgo del PP con Ciudadanos a su vera o del PSOE con los apoyos que sepa ganar. Va a ser difícil escapar de esa pinza. No cabe pretender que el votante mantenga un constante y heroico espíritu crítico frente a la corriente de estímulos que ha alcanzado y apunta directamente a lo más recóndito de su subconsciente a través de su espacio de ocio más inerme: la telerrealidad.

Los políticos estrella españoles llenan nuestro prime time travestidos de tipos que cantan, cocinan, se suben a un monte o viajan en globo. Como Zeus que, transmutado en toro raptó a Europa, los nuevos dioses televisivos se disfrazan de votante o de lo que los votantes querríamos ser. Y logran audiencias millonarias que devoran su imagen de líder diseñada para la ocasión mientras hacen la digestión de la cena.

En apenas cuarenta años de democracia nos hemos rendido al nacional catodicismo -perdón por la broma, que llega tarde porque las teles han sustituido ya el viejo tubo por la pantalla plana-. Pero lo mismo que no se puede pretender la permanente resistencia del ciudadano al estímulo orientado, tampoco cabe darlo por perdido.

El votante pide respuestas directamente vinculadas con su realidad, que es económicamente incierta, socialmente convulsa e identitariamente cuestionada. En esta campaña deberían retratarse sus representantes con sus soluciones a la sostenibilidad de las pensiones, a la financiación de los servicios públicos, al mantenimiento o renuncia al modelo de bienestar, a la corresponsabilidad social frente a las necesidades de los más débiles, a la voluntad de consensuar entre diferentes o imponerse a las minorías.

Y el votante vasco mira a estas elecciones con mayor o menor distancia en función de su trascendencia. Cuando percibe que algo serio le va en ello, se vuelca (75% de participación en el revolcón de 2004, tras el 11-M; 69% en 2011, las primeras de la crisis); pero se descuelga cuando le bajan el diapasón (65% en 2008, segunda legislatura de Zapatero).

En estas le va más de lo que dicen en la tele. Le va tener voces que reflejen su sensibilidad, conozcan su realidad y respeten su especificidad. Y los candidatos vascos que se reconozcan en esa voluntad tendrán que hacer un esfuerzo para rescatar votantes del torrente televisivo. Porque el bello toro de Zeus engendró a la bestia Minotauro. Y, tras el rapto de Europa, nos arriesgamos al hurto de la política.