Hay quien dice que a Simancas le partió la autovía de Castilla, pero más me inclino por la opinión de que a cada lado hay un Simancas, histórico el uno y moderno el otro. La diferencia la marca un soberbio castillo, magníficamente conservado y utilizado, que ha sido testigo de conquistas y reconquistas antaño. Su misión hoy es mucho más pacífica, ya que protege documentos. 

Esta es Castilla, tierra ollada primero por los romanos, luego lugar donde se batieron moros y cristianos, y más tarde terreno de porfía entre señores feudales. Geográficamente, la villa está situada sobre una colina que domina El Puntal, una zona ciertamente atractiva.

Me lo confirma la excelente vista que desde la Plaza Mirador permite contemplar el paraje donde el 19 de julio de 939 tuvo lugar la Batalla de Simancas que enfrentó a la coalición formada por el reino de León, el condado de Castilla y tropas del reino de Navarra contra el ejército de Abderramán III.

La dura lucha, que acabó con victoria cristiana, tuvo lugar donde ahora luce una arboleda junto al viejo puente medieval de diecisiete ojos –ahora en obras– que cruza el Pisuerga antes de que este río vierta sus aguas en el Duero unos metros más adelante. Se jugaba nada menos que el avance de los sarracenos hacia el norte peninsular.

El puente romano original, que ocupaba el mismo emplazamiento del actual, permitió salvar el escollo del río a las legiones de los césares en su ir y venir a pie por la calzada que unía Mérida con Zaragoza. El primitivo asentamiento fue bautizado por aquellos sufridos andarines como Septimanca, palabra que muy posiblemente dio origen a la actual Simancas. Nada queda de aquella época y de la más reciente, además del puente, las ruinas de la fábrica de harina cuyo molino aprovechaba la energía hidráulica.

LIMPIO Y AMABLE

Para entrar en calor, porque esto es Valladolid y Simancas está a buena altura, le pido uno con leche a Mari Ángeles, la de El buen sabor, en la Plaza Mayor del pueblo, y de paso hablamos.

Gelis, como todos la llaman aquí, está de mal humor porque el día anterior hubo una boda en la parroquia y los invitados utilizaron rollos de papel higiénico a manera de serpentinas y pusieron todo el pueblo hecho un asco. “Ya le he dicho a don Roberto, el párroco, que no hay derecho a que cisquen nuestras calles de esta forma”, me dice al primer sorbo.

La observación de Gelis es oportuna porque me viene a confirmar el cuidado que pone el vecindario en mantener la villa impoluta, eso sí, con la ayuda de Javier y David que se encargan de la limpieza pública. Las rúas de Simancas están flanqueadas por casonas blasonadas de los siglos XVI y XVII que ennoblecen el callejeo. Hablan en silencio de hidalguías y gestas de caballeros. Algunas fachadas lucen junto a su nominación una breve reseña de lo que fueron en otros tiempos.

En una de ellas estuvo el primitivo hospital, llamado también del Divino Pastor. Fue fundado en el último tercio del siglo XVI para recoger y curar a los pobres forasteros y huérfanos del lugar. Unos metros más adelante encuentro otra que conmemora la victoria de las tropas cristianas de Ramiro II sobre las de Abderramán III.

DE COLOR PÚRPURA

Mucha sangre la derramada sobre este suelo, hoy empedrado y reluciente que sabe mucho de los tiempos aún no tan lejanos en que los campos de alrededor estaban repletos de viñedos. Simancas fue uno de los centros vitivinícolas de Valladolid. Es más, la familia Zulueta estuvo cosechando hasta la década de 1960.

Me llaman la atención unos pequeños ventanucos a ras del suelo que tienen todos los edificios señoriales del pueblo, que son casi todos. “Son las zarreras, los respiraderos de las bodegas que se habilitaban en el sótano de las casas. Todas las fincas de alrededor contenían viñedos. Fue una zona muy vitivinícola. Ahora, sin embargo…”, me aclara un vecino al paso. 

LA PARROQUIA, OTRO FORTÍN

La iglesia parroquial del Salvador, en el punto más alto del pueblo, data de la primera mitad del siglo XVI y tiene aspecto de fortaleza. La torre, una de las pocas de estilo románico que hay en Valladolid, ha sido una formidable atalaya a lo largo de la historia. El portalón de entrada impone respeto. 

El interior está formado por tres naves, una columnata y un claustro muy coquetón. Una de las joyas del templo es el relieve de La Piedad, de Francisco de la Maza, uno de los mejores trabajos de este discípulo de Juan de Juni. También hay detalles para quienes hacen el Camino de Santiago en su ruta de Madrid a Compostela.  

En el retablo principal trabajaron mano a mano Inocencio Berruguete y Juan de Ancheta, guipuzcoano éste, nacido en una casa-torre de Urrestilla. Ancheta está considerado como uno de los principales representantes de la escultura romanista. Un buen ejemplo lo tenemos en esa magnífica talla del siglo XVI de Cristo Crucificado que se venera en la catedral de Pamplona.

LAS SIETE DONCELLAS

Junto a la historia que encierra esta villa, que es mucha, hay también un lugar para la leyenda y éste se encuentra presente en un rincón de la calle Miravete, junto a una pequeña ruina del primitivo alcázar árabe. Me refiero al Monumento de las Siete Doncellas, realizado en bronce por el escultor Gonzalo Coello en 2009 basándose en la tradición local más famosa.

Se dice que allá por el siglo IX, el emir de Córdoba, Abderramán II, le obligó a pagar un tributo a Ramiro I, rey de León, a cambio de no invadir sus tierras. Abderramán, introductor en la península de la grafía numérica que utilizamos amén de importantes adelantos en agricultura, industria, ciencias y artes, le exigió cien doncellas al año. El monarca cristiano aceptó a cambio de una paz asegurada. 

La medida, obviamente, fue muy mal tomada por la población porque sabían el destino que iban a correr las muchachas. Sin embargo, se llevó a cabo un sorteo y a Simancas le correspondió la entrega de siete mozas que fueron elegidas entre las mozuelas. No parecía que aquella orden tenía más solución que la de acatarla y llorar.

Las escogidas, bravas como eran y conocedoras del destino que les esperaba, decidieron desagradar al emir en grado extremo: La víspera de ser entregadas a los mensajeros se cortaron la mano derecha y se presentaron al moro con el peor aspecto que imaginarse pueda. Al verlas de aquellas trazas, el emir de Córdoba dijo: “Si mancas me las dais, mancas no las quiero”. 

SIETEMANCAS

La crónica no detalla el cabreo que por fuerza agarró Abderramán ni si a este duro precio Ramiro I consiguió la paz. Dice la tradición que las mozas no regresaron a sus casas e ingresaron en un convento de monjas donde vivieron el resto de sus días.

La villa que las vio nacer compensó el sacrificio de las heroínas incorporando a su escudo siete manos pintadas. Las mismas que hasta no hace mucho componían una fuente en la Plaza Mayor, junto al kiosko.

El escritor local Francisco J. Alonso del Pino apunta en un libro que ha publicado sobre tan curiosa tradición que este suceso fue realmente el que provocó el cambio del primitivo nombre de Bureva que tenía el pueblo por el de Simancas. Según este autor, Ramiro I, posiblemente arrepentido, juró al pueblo no volver a ofrecer doncellas al invasor. 

Este texto sirve de base para las representaciones de El Requerimiento de las Doncellas y La Jura del rey Ramiro I que se hacen todos los años ante la iglesia del Salvador con música del hijo del escritor, Emilio Alonso.