a epidemia del coronavirus ha puesto ante el espejo de sus contradicciones al proyecto de construcción europeo al que hemos dado en llamar Unión Europea. La gran pregunta de millones de ciudadanos europeos es bien simple: ¿dónde está Europa? La utilidad de las instituciones europeas van a ser juzgadas por la respuesta que sea capaz de articular ante el drama que viven sus Estados miembros. Pero antes de exigir responsabilidad a Bruselas, deberíamos ser conscientes de la realidad de la toma de decisiones de la capital europea. Si Churchill proclamó que cada país tiene el gobierno que se merece, debemos colegir que los europeos tenemos la Europa que nos merecemos. Quien da o quita las competencias comunes sobre las que pueden trabajar el Parlamento o la Comisión Europea no es otro que el Consejo Europeo, es decir, los jefes de nuestros gobiernos nacionales. Que se entienda bien y de una vez por todas: son ellos quienes no quieren perder poderes en sus Estados y quienes evitan que la unidad nos sea más útil a los europeos. Y no nos engañemos, a ellos los elegimos cada uno de nosotros en las urnas, son nuestros legítimos representantes. Si queremos más Europa, necesitamos gobernantes más europeístas y menos alemanes, franceses o españoles.

Cada nueva crisis que vive la UE se desarrolla de igual manera. Sea ante el drama de los refugiados pidiendo asilo en las fronteras europeas, o ante las vulneraciones de derechos fundamentales en Estados miembros, o por la incapacidad para articular unos presupuestos con más inversión y gasto para los ciudadanos europeos, la realidad es que la Comisión y el Parlamento claman por la inacción y el freno continuo que ejercen los gobernantes de cada país en sus reuniones periódicas. La policrisis que vive la Unión desde hace dos décadas es la historia de la falta de liderazgo europeísta en el seno de los líderes políticos que ejercen el poder en sus respectivos Estados. La mayor responsabilidad evidentemente es de los que más pintan en este escenario político, es decir, el eje franco-alemán, incapaz en todo este periodo de ponerse de acuerdo para impulsar políticas comunes que doten a las instituciones de herramientas para poder decidir.

La crisis del euro y la del coronavirus demuestran que la fortaleza que la Unión puede tener en situaciones críticas se desaprovecha por falta de competencias. Hablamos de competencias de política económica, lo que obliga a concluir la unión monetaria y bancaria y a las políticas fiscales que derivan a un presupuesto común al menos en la zona euro. De otra forma, cada cual seguirá mirando de reojo al de al lado e intentará sacar rédito nacional en cada situación. Respecto a las crisis humanitarias y sanitarias, además de la debida coordinación de los recursos comunes y de las políticas científicas, es evidente que en situaciones de emergencia como la que vivimos, el papel de la UE debería tomar un mayor control de las decisiones de contingencia para evitar los contagios y dotar a los Estados de los materiales sanitarios necesarios. Somos todos iguales y somos todos europeos, para bien y para mal.

En el modelo confederal que rige en estos momentos la UE subyace una batalla continua por las cuotas de poder de los Estados miembros, en una especie de negociación y mercadeo continuo de posiciones políticas. Un mercado de 500 millones de habitantes de alto consumo con todo tipo de intereses en juego propicia también el control de los liderazgos. Una guerra de despachos en los que en los últimos veinte años Alemania ha ganado muchas posiciones, atrincherada tras los pequeños Estados austeros de cultura luterana, partidarios de reducir el gasto de los derrochadores del sur. El resultado de este juego de tronos no es otro que la defensa de los intereses particulares de los Estados y el mínimo aprovechamiento de la potencialidad de una unión que debería poner encima de la mesa todos los recursos y potencialidades de los europeos.