En breves fechas dejará el cargo de presidente de la Comisión Europea Jean-Claude Juncker. Tras cinco años de máximo mandatario del Ejecutivo comunitario, este luxemburgués curtido en mil batallas políticas y adornado por un humor, mitad surrealista y mitad ironía, abandona el timón de la nave del proyecto europeo. Se va como el mismo ha dicho, “ni triste, ni eufórico”, que es el estado de ánimo que su gestión nos deja a los ciudadanos. Una herencia pesada instalada en la emergencia de la crisis económica, una incertidumbre perpetua protagonizada por las idas y venidas de la negociación del Brexit y la imagen dolorosa de la migración muriendo a las puertas de nuestras fronteras, han condicionado la impronta de europeísmo sin complejos que Juncker ha tratado de dar a mandato. Esta semana se ha despedido de un Parlamento Europeo muy diferente al que le eligió en 2014, pues, fue el primer y único presidente fruto del Siptzenkandidat. Entonces recibió el aplauso solo de los suyos, los populares, en su despedida toda la Eurocámara en pie ha reconocido entre aplausos su labor.

Ser presidente de la Comisión es probablemente la tarea más compleja que a un político se le puede encomendar en nuestro Continente. Se trata de dar gobierno a más de 500 millones de habitantes, heterogéneos, diversos y plurales en posiciones políticas, historia, cultura o idiomas. Pero además debe dirigir condicionado por el poder del Consejo y del Parlamento y teniendo siempre en cuenta los difíciles equilibrios entre los Estados miembros, acuciados una y otra vez por sus cuestiones de política interna. Si eso le unimos la compleja situación del escenario internacional en un mundo globalizado, se entiende que lo que Juncker ha tenido que manejar dista mucho de ser sencillo. Llegó envuelto en un escándalo, Luxleaks, sobre supuestas políticas de beneficios fiscales para su país y con el euro tambaleándose en plena crisis económica. Con Irlanda, Portugal y, sobre todo, Grecia en rescate y un cuestionamiento general de la viabilidad de nuestra moneda común. A fecha de hoy, puede sentirse orgulloso de que sus políticas expansivas, más acordes con un socialdemócrata que de un socialcristiano, han permitido a la Unión vivir la etapa de mayor crecimiento sostenido de PIB y empleo de las últimas tres décadas.

Junto a la dureza con que Europa se empleó con los griegos, Juncker recuerda como los momento más dolorosos de su mandato el referéndum sobre el Brexit y la consiguiente decisión de los ciudadanos británicos de abandonar la UE. Aquella noche del 23 de junio de 2016, empezó un tortuoso camino de incertidumbres y desconfianzas, que eso sí, nos ha dejado también a los europeos la certeza de que unidos somos más fuertes. Juncker, con el equipo negociador con Michel Barnier a la cabeza, han dado la mejor de las imágenes posibles de Bruselas, manteniendo la firmeza necesaria ante los británicos en la defensa del interés general de los ciudadanos de la Unión. Y contra todo pronóstico, dejará su despacho de Berlaymont con la bandera azul con sus 28 estrellas, tal y como la recibió, pues, el culebrón del Brexit aun no ha concluido. Una batalla europeísta que ha demostrado también con gestos tan rotundos como las multas multimillonarias a los gigantes tecnológicos norteamericanos que amenazan la libre competencia en su mercado único.

En su debe no cabe duda que se sitúa la incapacidad para sacar adelante una política migratoria común. La conciencia europea ha pecado de inacción ante el drama de miles de personas que buscaban refugio y asilo en el mayor espacio de democracia y libertades del mundo. El egoísmo de unos pocos ha impedido darles acomodo digno con el consiguiente balance terrible de pérdida de vidas y pese a sus esfuerzos, Juncker no ha podido lograr una posición común. Eso sí, se ha empleado con inusual dureza para alguien que ocupa su cargo contra algunos de los Estados miembros, como Hungría y Polonia, cuando sus gobiernos han atacado los pilares de los valores de la Unión. Ambos países tienen abiertos expedientes en la Comisión por sus políticas populistas que amenazan las libertades de sus ciudadanos. Su verbo rápido y certero ha encontrado en los populismos y ultranacionalismos, una diana para la crítica continua de estas actitudes. Se va un europeísta convencido y si analizamos los presidente de los últimos 30 años, anteriores a la década prodigiosa del gran Jacques Delors, ni Santer, ni Prodi, ni Barroso en sus dos mandatos, pueden hacer un balance tan positivo como el de Juncker.