No tengo mala opinión del miedo. Junto al freno de la vergüenza y a los dictámenes de la razón, el miedo me ha salvado a menudo del peligro, que, en contra de lo que me habían dicho tantas veces de joven, no viene de la astucia del demonio, sino de la ignorancia de los hombres o de lo contrario, de su exceso de curiosidad.
Era domingo, año de jubileo, y yo acababa de llegar a Santiago de Compostela sin miedo alguno, pero con el cuerpo bastante molido tras un trayecto de doce jornadas en el interior de un carruaje. No veía el momento de apearme cuando el coche por fin se detuvo frente a la portada de la catedral en obras, en una plaza copada por los puestos de obradores de piedra que trabajaban en la remodelación del edificio, junto a tenduchos de vendedores que pregonaban sus mercancías: estrellas de Salomón para los partos, reliquias de mártir, huesos de santo, redomas de agua milagrosa, higas para el mal de ojo, remedios contra la peste y pedazos de la santa cruz. Escuchando a los variados contadores de milagros, había ciegos, mudos, impedidos, endemoniados y leprosos llegados a Santiago por el aliento de la esperanza de su curación.
Ficha
- Título: ‘La Santa Compaña’
- Autor: Lorenzo G. Acebedo
- Género: Thriller
- Editorial: Tusquets
- Páginas: 304
La catedral se alzaba majestuosa, pero herida por los picos de las grúas, sobre la muchedumbre. Había oído alabar el pórtico que se divisaba al final de la escalinata, pero aquella era la primera vez que lo veía. Su exceso de colorido era sobrecogedor: la nueva arquitectura goda de la que hablaba todo el mundo; una belleza empeñada en el aplauso de los hombres.
Me dirigí hacia la escalinata, pero tan embebido estaba en la contemplación de aquella grandeza que no me di cuenta de dónde pisaba hasta que mi pie se posó en un formidable cagajón de perro reciente y mantecoso. El accidente me contrarió. Estrenaba yo entonces un par de zapatos de piel vuelta de antílope, que había encargado un año antes a un maestro zapatero de Arnedo (en donde hay dos que compiten en excelencia). No resultaron nada baratos, pero el material era de primera calidad, y me irritó verlos tan sucios.
Mientras me limpiaba en el canto de los escalones, le pregunté a un vendedor de cuernos de unicornio y cintas de la Virgen María para lucir en la muñeca –una usanza que venía de Milán— quién cantaba misa aquel domingo. La respuesta me la esperaba, pero quería estar seguro.
—El ilustrísimo arzobispo Juan Arias. Hoy hay misa mayor en el altar del apóstol.
Juan y yo habíamos sido compañeros en el Estudio General de Palencia y grandes amigos, alentados por un sueño semejante de triunfo que solo había realizado él, pese a su austeridad y falta de ambición, o quizá gracias a ella. Yo, en cambio, más soñador pero también más perezoso, me había quedado en poetastro.
Hasta los buhoneros lo conocían: Juan Arias, arzobispo de Santiago. Gallinato, como lo llamábamos en la cuadrilla.
Su familia era de las antiguas de Galicia, y dos años antes de volver a verlo, un tío suyo había destacado junto al rey Fernando III en la toma de Sevilla, haciendo famosa la enseña de los Gallinato: una gallina con las alas abiertas y despatarrada que los ciegos cantores mostraban en las viñetas de sus grandes pergaminos ilustrados.
Una multitud se agolpaba frente a la puerta principal, fascinada por la narración que relataban las figuras del tímpano.
Aunque labradas y tintadas sobre la piedra, con esas cuidadas anatomías que los ropajes no esconden, con esos rostros de pómulos hinchados, ojos abultados, gruesos labios y cabelleras de mechones ondulados, incitan a una piedad concupiscente.
Muchos peregrinos caían de hinojos implorando perdón en sus algarabías tras alzar la vista y ver por primera vez el rostro del santo. Los más fervorosos intentaban encaramarse a la basa de la columna y, una vez allí, de puntillas, rozar con la yema de los dedos los pies de Santiago.
Un teutón rubio, desnudo de cintura para arriba, de luengas barbas y cuerpo fibroso, había logrado encaramarse por la columna hasta el lugar en el que Santiago muestra a los recién llegados el pergamino labrado en piedra con la inscripción: ME ENVIÓ EL SEÑOR. Una vez allí, jaleado por un grupo de bretones, el teutón apoyó el pie negro de roña en el báculo del apóstol y se levantó hasta el capitel en que se relatan las tentaciones de Cristo. Quería alcanzar el dintel y llegar hasta la figura de un pantocrátor con capa de intenso añil y corona de oro, pero las fuerzas le fallaron y fue resbalándose árbol de David abajo hasta llegar al suelo ante la decepción general.
A mi alrededor, estorbando el paso, los peregrinos se contaban unos a otros los lances sufridos por el camino. Los que no podían hablar yacían postrados a un costado de la catedral, extenuados o enfermos, atendidos por sacerdotes y beatas que iban de un lado a otro ofreciendo agua o alimento.
En el interior de la catedral, iluminado por los cirios de los peregrinos con una claridad extraña, el bullicio era aún mayor.
Al fondo, el botafumeiro (que es como llaman en Santiago al incensario, y que tiene la particularidad ahí de ser móvil) se balanceaba a enorme velocidad de un extremo a otro del transepto, intentando impregnar el aire de su aroma a hierbas olorosas. Pero lo cierto es que apenas conseguía atenuar el potente hedor a caminante que predominaba: una mezcla nauseabunda de sudor, orines y pus. He visitado mercados de ganado que invitaban más al recogimiento y olían mejor.
Como pude, me fui abriendo paso por la nave central entre bulliciosos italianos que cantaban salmos al son de cítaras y caramillos, y piadosos galos que lloraban sus pecados acompañados del cálido sonido de sus liras... Y casi me doy de bruces con un clérigo, cuyo rostro de pobladas cejas y rasgos tan sencillos que parecían haber sido esculpidos con cuatro golpes de cincel reconocí de inmediato: el deán de Santiago, Fernando Alfonso de León, hermanastro del rey Fernando III, quizá el hombre más frugal que he conocido en mi vida.
—Gonzalo — me dijo, muy extrañado—. ¿Qué hacéis vos aquí?
No me apetecía revelarle las razones muy poco religiosas que me habían llevado a Santiago, así que le di un fuerte abrazo.
—Pero ¿adónde vais? ¿No concelebráis la misa mayor? — le pregunté a mi vez.
—No..., no he podido ni vestirme, ha surgido una urgencia — me dijo, extrañamente apurado—. ¿Venís a mi casa mañana?
Preguntad y os dirán, os espero a la hora que queráis.
¡Con Dios!
Y se fue apresurado peleando con los peregrinos para conseguir salir.
¡Fernando el Moro!, me dije. La nostalgia se apoderó de mí viéndole marcharse. En el Estudio General de Palencia le llamábamos así por su madre, la Maura, una famosa cortesana de origen mauritano, y amante del rey — éramos crueles como niños, aunque a él le daba igual: estaba orgulloso de su madre—. Como bastardo, Fernando no había tenido más remedio que tomar los hábitos, y había aceptado ese destino con la misma alegría infantil con la que hubiera celebrado el cargo de emperador.
Su máxima aspiración, expresada mil veces en nuestras conversaciones nocturnas, era no tener nada, salvo el hábito remendado de estudiante que parecía seguir conservando, vestido como iba de cura pobre.
Y pese a su humildad había alcanzado el puesto de segundo en aquel cabildo. El año anterior me había llegado la noticia, y lo imaginé resistiéndose al cargo. Cuando, siendo todavía novicios, su familia le enviaba cajas con fruta, camisas, frazadas y ropa de abrigo, Fernando repartía todo entre los estudiantes que menos tenían.
Antes de empezar los estudios se había retirado durante dos años a vivir en una cueva para que su cuerpo se acostumbrara a la pobreza. En cierta ocasión, al encontrarse a una ermitaña desnuda en el bosque («la mujer más bella del orbe», decía al contarlo), le había ofrecido su manto para que se cubriera y poder así escuchar sus enseñanzas sin distracción, siguiendo el ejemplo del santo Zósimo de Palestina — a quien veneraba— cuando se encontró con la anciana santa María Egipciaca.
A duras penas conseguí llegar al borde del transepto, por donde circulaba dando bandazos cada vez mayores el botafumeiro, impulsado por varios de los que allí llaman tiraboleiros, y me coloqué cerca del coro y casi frente al altar mayor, entre un grupo de bretones que leía salmos con fervor.
Las notas de un órgano acallaron solemnes el bullicio de aquella torre de Babel. Volví la vista hacia el lugar del que provenía la música y pude ver a una mujer velada, vestida de negro, que, moviendo todo su cuerpo en un suave vaivén, accionaba las teclas de un órgano de grandes fuelles, cuyo soplo impulsaban dos monaguillos con caras de holgazanes.
Me sorprendió que se permitiera tocar a una mujer en la catedral, aunque lo cierto es que era una organista excelsa.
Al otro lado de la nave transversal, vi entonces a mi querido Gallinato, el arzobispo Juan Arias, saliendo de la sacristía enfundado en una rica casulla de color rojo y adornos dorados, para dirigirse, acompañado de sus acólitos, hacia el altar mayor.
La catedral enmudeció.
Unas voces angelicales que en un primer momento me parecieron femeninas entonaron una antífona que todos reconocimos.
Miré al coro. Niños en primera fila y, detrás de ellos, hombres grandes, de calvas relucientes y gruesos como bueyes, cantaban en potente falsete. Jamás había oído un canto coral de igual belleza:
Sanan pronto los enfermos en la tumba de san Iago:
cojos se alzan, ciegos miran, se libra el endemoniado,
rezos fieles se recogen y es el triste consolado.
El gigantesco incensario cruzaba como una exhalación a un palmo de mis narices, y en cada pasada levantaba un golpe de aire que me alcanzaba el rostro. En aquel lugar el olor de las resinas era más intenso y empezaron a picarme los ojos.
Allí llega de otros climas el gentío atropellado, con sus bárbaras ofrendas al Señor tan alabado.
¡Aleluya!
SOBRE EL AUTOR
Tras el nombre de Lorenzo G. Acebedo se oculta un escritor que abandonó en su juventud los estudios teológicos por el retiro monacal y, algún tiempo después, el retiro monacal por una mujer. En la actualidad reside en un pueblo de La Rioja. Acebedo es autor de la aclamada La taberna de Silos y de su continuación, La Santa Compaña. Tras la exitosa revelación de La taberna de Silos, una de las mayores sorpresas del pasado año, esta nueva entrega consagra a Gonzalo de Berceo como el personaje insustituible con el que los lectores querrán seguir descubriendo los reinos medievales de la Península.