Isla de Ons.
Enero, en la actualidad
Poco a poco, el muelle fue cogiendo forma.
Era un largo espigón de cemento lastimosamente estrecho y sin más protección frente a la furia del mar de invierno que la propia mole de la isla, así que las olas impactaban con fuerza contra él y de vez en cuando saltaban de un lado a otro, barriendo toda su superficie.
El barco que se acercaba al muelle, cabeceando de manera fatigosa, era un pesquero panzudo y de pintura descascarillada que oscilaba cada vez que las ondas lo levantaban como si fuese el juguete de un niño. Aquel barquito, con el nombre de Punta Suido escrito en letras rojas sobre una placa de bronce atornillada en el frente de la cabina, sin duda había visto tiempos mejores.
Acodado en la proa, el único pasajero, ajeno al trabajo de la tripulación, contemplaba la silueta agreste y alargada de la isla, dominada por un monte en el que se erguía un enorme faro de color blanco y tejado rojo oscuro. Al lado de la isla principal, el inaccesible islote de Onza, solo habitado por aves marinas, destacaba entre montañas de rugiente espuma que rompían contra sus acantilados.
Cuando una ola escoró el barco, los nudillos del hombre palidecieron al aferrar la borda. Y no es que Roberto Lobeira rehuyera el peligro, precisamente.
El único problema era que odiaba el mar con todo su ser.
Y aun así, estaba allí. Porque tenía que llegar a aquella isla.
FICHA
- Título: ‘Cuando la tormenta pase’
- Autor: Manel Loureiro
- Género: Thriller
- Editorial: Planeta
- Páginas: 480
Roberto reparó en la mirada de intensa concentración del capitán, un tipo fibroso, de barba rala y mirada dura, envuelto en un chubasquero amarillo, a medida que se aproximaban y ajustaba la maniobra con pequeños acelerones y golpes de timón. Al partir de Bueu ya le habían avisado de que, con aquel mar invernal, atracar en el muelle quedaba del todo descartado y solo podrían acercarse un instante para que él pudiese saltar al espigón.
Cuando estaban a tan solo un par de metros del muelle, el hombre ya había roto a sudar. La tensión se mascaba mientras los marineros lanzaban defensas por el costado del buque para amortiguar un posible impacto. El estado del mar había empeorado de forma notable durante el viaje y el muelle subía y bajaba como un caballo embravecido.
—¡Todo el mundo preparado! — gritó el capitán, asomando la cabeza por un lateral de la cabina—. ¡Solo tenemos una oportunidad!
El motor rugió con un acelerón cuando una ola especialmente fuerte escoró el barco y el Punta Suido estuvo a unos centímetros de chocar contra el cemento agrietado del espigón. Uno de los neumáticos colgados de la borda emitió un quejido agudo cuando se rascó contra el hormigón
del muelle, dejando una larga cicatriz de caucho negro que el agua barrió de inmediato.
—¡Ahora! — rugió el capitán—. ¡Salte al muelle! ¡Salte!
Roberto contempló el borde del espigón, a apenas un metro de distancia, aunque en aquel momento le parecía a un millón de kilómetros. Una estrecha franja de agua
negra espumeaba furiosa entre el costado del pesquero y el cemento, como el fondo de una boca hambrienta. Si caía en aquel hueco, que no paraba de cambiar de tamaño a cada golpe de mar, quedaría estrujado igual que una uva en una prensa.
—¡No sé si es una buena idea! — gritó, girando la cabeza—.
¡Creo que vamos a...!
—¡Déjese de pamplinas! — bramó el capitán, con una lluvia de escupitajos—. ¡Salte de una vez, me cago en mis muertos!
No hizo falta que se lo repitiesen. Roberto lanzó su equipaje y él mismo saltó sobre la borda, justo en el instante en que las defensas chocaban con el espigón con un crujido ominoso. Antes de que pudiese darse cuenta había aterrizado sobre el cemento del muelle y la ola que había empujado al barco rompía con fuerza, transformándose en una catarata de agua gélida.
Por un segundo tuvo que luchar para mantenerse en pie. Aterrizó junto a su mochila y, antes de que pudiese secarse el agua salada de los ojos, el pesquero ya se había alejado del muelle con un potente golpe de motor. En un visto y no visto, estaba a casi veinte metros y ya giraba sobre sí mismo, enfilando la proa hacia el horizonte.
—¡Nos vemos dentro de un mes! ¡Cuídese mucho!
— gritó el capitán desde la popa, antes de añadir algo que dejó perplejo a Roberto—: ¡Y evite los problemas!
Envuelto en una nube negra de humo de diésel, el barco comenzó a trepar a duras penas sobre las olas que, en aquel momento, ya eran el doble de altas que cuando zarparon de Bueu.
«La tormenta llega antes de lo previsto», pensó Roberto.
Otro golpe de agua le sacó de sus ensoñaciones y le animó a ponerse en marcha. Con toda seguridad, un muelle batido por las olas no era el sitio más prudente en el
que quedarse. Arrastró su mochila hasta el final del espigón y se detuvo unos instantes para valorar sus siguientes pasos lejos del oleaje.
Miró a su alrededor. A su espalda, la caseta de recepción de visitantes, donde se acumulaban cientos de turistas en verano, estaba cerrada a cal y canto.
«Bienvenido al paraíso», se dijo con sarcasmo.
La isla de Ons, como había tenido la oportunidad de averiguar, formaba parte de un parque nacional, y las visitas estaban estrictamente reguladas. Aun así, en los meses estivales era un lugar bullicioso, lleno de turistas, visitantes y campistas que se alojaban en la zona de acampada situada en uno de los pocos sitios llanos y con agua de la isla.
Los transbordadores llegaban cada pocas horas, vomitando hordas de viajeros y recogiéndolos al final del día, tostados por el sol y ahítos de vida agreste a tan solo una hora de tierra firme.
Pero en invierno la cosa era muy distinta.
Al llegar el mes de octubre, el tráfico de viajeros cesaba por completo y la isla quedaba casi desierta y en silencio.
Los ferris que llevaban a los turistas se amarraban en sus puertos, a la espera del siguiente verano, y Ons hibernaba en su madriguera de roca, viento y salitre junto con los poco más de treinta habitantes que se quedaban allí todo el año.
Por eso había tenido que contratar a un pesquero para que le llevase hasta allí. Ons estaría totalmente aislada hasta la llegada del buen tiempo.
Y eso era justo lo que necesitaba.
Algo desconcertado, giró la cabeza buscando alguna indicación de por dónde ir. Justo a su derecha, una empinada cuesta subía hacia un pequeño núcleo de casas, el único lugar que merecía el nombre de pueblo en aquella isla.
Con manos ateridas, sacó de su bolsillo los permisos y volvió a mirar a su alrededor. Se suponía que allí tendría que haber alguien para recibirle, comprobar que todo estaba en orden y darle la bienvenida a la isla junto con las llaves de la casa que había alquilado, pero no se veía un alma, y solo podía oír el romper de las olas, el zumbido del viento entre las ramas de los árboles y el graznido de las gaviotas que le sobrevolaban planeando sin batir las alas.
Aquel lugar estaba desierto.
Le asaltó la inquietante idea de que tendría que pasarse solo el siguiente mes, como una versión moderna de Robinson Crusoe, pero la descartó casi de inmediato. Tenía que haber alguien por allí.
Fue entonces cuando oyó unas voces que parecían venir desde lo alto de la cuesta.
Hizo amago de colgarse la pesada mochila al hombro, pero tras echar un nuevo vistazo a la pendiente, la dejó allí.
De lo único de lo que podía estar seguro era de que nadie se iba a acercar a robar su equipaje en aquel lugar desolado.
A medio camino se dio cuenta de lo acertado de su decisión, ya que la cuesta era mucho más empinada de lo que parecía en un principio y, aunque se mantenía en forma, al llegar arriba del todo notó la respiración acelerada.
Descubrió entonces el origen de las voces.
Dos figuras estaban en medio del camino, ajenas a su presencia.
Una de ellas era un hombre alto, fornido, en los cuarenta y tantos. Tenía el rostro redondo, adornado por una barba espesa en la que ya lucían unas cuantas hebras blancas.
Iba ataviado con un chubasquero negro, un pantalón impermeable y unas pesadas botas de agua, como si acabase de salir de algún lugar particularmente húmedo. Frente a él, un chico de unos catorce o quince años, la tez muy pálida, el pelo alborotado de color pajizo y ojos verdes brillantes que temblaban de la emoción y la furia.
El hombre sostenía una caja de cartón sobre su cabeza, fuera del alcance del muchacho, mucho más bajo. El chico saltaba, intentando arrebatársela, pero cada vez que lo hacía, el otro se limitaba a retroceder un paso, alejándola de él.
—¡Dámela! — La voz del muchacho sonaba aguda, teñida de angustia—. ¡Son míos!
—¿Los quieres? — dijo el hombre—. ¡Pues cógelos!
Metió la mano en la caja y sacó algo pequeño, que arrojó a los pies del muchacho. Cuando este se agachó a recogerlo, el hombre aprovechó para darle un fuerte empujón en el costado que le tumbó en el suelo. El crío se levantó, manchado de barro y enrojecido por el esfuerzo, y volvió a saltar, en vano, para arrebatar la caja de manos de su oponente, que ya arrojaba otra de aquellas cosas al suelo y repetía la maniobra entre carcajadas.
—Venga, mierdecilla, cógelos, que tú puedes — se burlaba.
Roberto ni siquiera fue consciente de que avanzaba a toda velocidad hacia la pareja, acortando la distancia que le separaba de ellos. Un latido perturbador le golpeaba las sienes, empujado por algo que no podía explicar.
Jamás había soportado a los abusones, ni siquiera cuando era un niño. Quizá en otro momento se habría limitado a afear la conducta del hombre o a amenazar con llamar a la policía, como la mayoría de la gente. Pero el policía más cercano estaba en tierra firme, a más de una hora de viaje. Además, le dolía todo el cuerpo, estaba empapado, cansado y de mal humor. Una mala combinación que le empujaba hacia delante como el fuego chisporroteante de una caldera.
Hay gente que es capaz de mantener la calma en cualquier circunstancia, suceda lo que suceda. Otros, sin embargo, tienen arrebatos de furia, voraces como un incendio, cortos pero intensos y al rojo vivo. Y luego hay gente como Roberto, que por norma son del primer grupo pero que, de cuando en cuando, pierden el control. A él no le gustaba cuando sucedía, porque empezaban a ocurrir cosas muy deprisa a su alrededor.
Aun así, no lo podía evitar.
SOBRE EL AUTOR
Manel Loureiro (Pontevedra, 1975) es escritor, abogado, guionista y presentador. En la actualidad colabora como articulista en diversos medios, así como en diferentes radios y canales de televisión. Su primera novela, Apocalipsis Z. El principio del fin, comenzó como un blog en Internet que se transformó en un fenómeno viral con más de un millón y medio de lectores online, y la novela fue publicada en 2007. Sus siguientes obras, Los días oscuros, La ira de los justos, El último pasajero, Fulgor, Veinte y La Puerta, han sido éxitos de ventas. Loureiro es uno de los pocos autores españoles contemporáneos que han conseguido situar sus libros en la lista de los más vendidos de Estados Unidos. En 2022 publicó La ladrona de huesos con la que volvió a cautivar a miles de lectores de todo el mundo.