La vida se hace de lo que cada día la conforma, no de lo que pasa de vez en cuando o de lo que excepcionalmente sucede.

Esta es una consideración que expresada más o menos de este modo escuché de niño muchas veces, y me parece que encierra la más lejana constatación que pudiera recordar sobre el hábito de vivir o cómo se asume la inveterada costumbre de hacerlo.

Obviamente se asume tomando conciencia y adquiriendo la convicción de que es así, de que lo que conforma la existencia es la sustancia cotidiana, y probablemente esa conformación contiene sin remedio la conformidad precisa.

Si la vida se hace de lo que cada día la conforma no es disparatado advertir que tal conformación irradia cierta constancia de lo mismo, ya que el avatar diario y el afán de cada día, se parecen: hay una identidad en lo común, las jornadas iguales son la mejor imagen de esa vida conformada.

FICHA

  • Título: Voces del espejo
  • Autor: Luis Mateo Díez
  • Género: Relatos
  • Editorial: Fondo de Cultura Económica
  • Páginas: 219

La acumulación y la repetición de lo que sucede, la materia de dicha conformidad es el sostén de la rutina, si entendemos que la rutina es la costumbre inveterada de asumir lo que hacemos diariamente, una especie de inconsciencia que nos lleva y nos trae por el mismo conducto, como si fuéramos y viniéramos en igual viaje de la mañana a la noche.

La del viaje es siempre una buena metáfora para todo lo que a la vida se refiere, aunque con frecuencia se tiene la sensación de que el viaje más habitual, más vivido, es el que no nos lleva a ningún sitio y como mucho nos proporciona la emoción pasajera de que nada pasa.

Ese viaje a ninguna parte es el que más condiciona nuestra existencia, y el mejor viaje a ninguna parte es el que ni siquiera se hace, probablemente porque la mejor manera de ir a ninguna parte es ir siempre al mismo sitio, o quedarnos donde estamos. Vamos al mismo sitio o nos quedamos donde estamos porque hacemos lo mismo: la rutina es el salvoconducto de nuestra conformidad.

Pero la conformidad no implica necesariamente resignación, el hábito de la vida no tiene por qué ser una aceptación estricta de lo que se vive, una forma derrotada de existir.

En la materia cotidiana que la conforma se construye nuestra existencia, lo que indicaría que es con esa materia con la que irremediablemente vamos haciéndonos, al menos en una parte importante de lo que somos.

Alguna vez escuché decir algo sobre la profundidad del conocimiento que de nosotros mismos, de lo que somos, podemos alcanzar desde la lucidez de lo que cada día vivimos.

Me pareció que era una manera de decir que solo desde el hábito de la vida se alcanza con más profundidad e intensidad ese conocimiento, desde el cotidiano viaje que no nos lleva a ninguna parte, siempre al mismo sitio o, como mucho y con un poco de suerte, a nuestro interior.

La rutina contiene la repetición, y la materia de lo cotidiano edifica lo mismo para que, poco a poco, lo mismo sea más hondo y se pueda percibir esa línea de sombra que detalla una escisión misteriosa.

Portada de 'Voces del Espejo'. teresa.guzman

Ahondando en la experiencia de cada día, sin que la rutina trivialice lo que se vive, ya que ese es el riesgo de las costumbres inveteradas, antes al contrario, para que el hábito sea el indicador de la constancia con que se conoce lo que de veras ahorma la vida, lo que cada día la sustenta.

Hay ejemplos variados de actitudes rutinarias, complacientes, obsesivas, malsanas. La saga de los seres rutinarios ha dado, como bien sabemos, de todo. La gran verdad es que en buena medida todos pertenecemos a esa saga.

Recuerdo, y me parece oportuno hacerlo ahora, que la mayor pretensión que en su vida tuvo mi buen amigo Delerio Roldán fue la de hacer siempre lo mismo. Y, además, fue una pretensión que, como más de una vez me dijo, ya la vislumbró desde niño, una especie de proyecto vital que, en su juventud, tenía perfectamente definido y que en su madurez había corroborado, con la suficiencia con que de veras se logra lo que se ambiciona.

Quiero llegar a ser siempre el mismo, haciendo siempre lo mismo, confesaba Delerio en la escuela, y seguía declarándolo de estudiante universitario y al tiempo de afrontar las oposiciones que le proporcionarían una plaza en la Administración de Correos...

Yo soy yo y lo que quiero ser, afirmaba con notoria pedantería, cuando prácticamente todos sus amigos y compañeros navegaban en la más absoluta indecisión, todavía con muy pocas ambiciones y más decididos a aprovechar cualquier improvisado pasatiempo.

La vida de Delerio comenzó a reglamentarse de la forma más extrema: horarios, costumbres, dedicaciones. Ciertamente el trabajo le ayudaba: una Oficina con cometidos muy estrictos, siempre los mismos y prácticamente en iguales tramos de cada jornada.

Su programada vida amorosa devino en un matrimonio a su medida: ella era como él, no aceptaba zozobras ni en la mínima decisión doméstica, hasta las colaciones estaban determinadas,

cada menú en cada día de la semana. Visitas, diversiones, actos religiosos, todo en la vida de Delerio Roldán tenía la exactitud de lo que debe ser.

Los años reforzaron el valor de la costumbre, la rectitud de la rutina. En realidad, esa era la ambición de Delerio, un grado muy alto de perfección rutinaria, una conformidad de la existencia que solo se obtiene acomodando la conciencia de la repetición, hasta sentir que no hay más opción que la que se eligió.

La rutina es la igualdad y el orden, decía Delerio: todo lo mismo y cabalmente situado en su sitio, el tiempo como una constante que nada distorsiona, el sosiego como paradigma de un sentimiento continuo que es siempre igual.

La verdad es que los amigos le vimos vivir como si fuese dueño de una felicidad rutinaria: ninguna queja, nada que resaltara en ningún sentido.

La mañana en que Ángel Dobera me llamó para decirme que Delerio había fallecido, no logré superar una emoción indecisa, me parecía terrible que se pudiese alcanzar el hábito de la muerte desde la monotonía de la existencia sin ningún trauma, con la levedad de lo que contiene igual impulso.

¿De qué murió?, quise saber.

Y Ángel musitó con igual indecisión: de lo que había vivido, de lo mismo.

El de Delerio es un caso extremo y probablemente mal aprovechado.

La rutina como destino puede que sea, valga el juego de palabras, un desatino. La rutina como arma para saber amasar la materia de la vida es otra cosa, nadie descubre nada importante la primera vez que mira por el microscopio, en realidad hay que pasarse las horas muertas mirando para acabar por descubrir algo.

Las horas muertas, el tiempo repetido, la misma actitud de curiosidad y atención que evite que lo que merezca la pena se nos vaya sin verlo…

La rutina es un vicio, escuché alguna vez, y he llegado a pensar que pudiera ser el mayor vicio de la vida, esa forma casi enfermiza de sobrellevarla sin que nadie te quite nada de ella, ni siquiera tú mismo. Un vicio que avala la circunstancia de vivir porque lo extraordinario, lo excepcional, casi nunca sucede y la posibilidad de que suceda es como tal posibilidad bastante inocua.

Otra cosa es lo insospechado, que con frecuencia sobreviene donde menos se espera y de la forma más solapada.

Siempre me gustaron las aventuras a la vuelta de la esquina, y en la experiencia de lo imaginario son esas aventuras las que más me comprometen.

Obviamente las aventuras a la vuelta de la esquina se desenvuelven en lo cotidiano, en el trámite de ese viaje rutinario que todos hacemos, frecuentemente impulsados por la sensación de que el autobús acaba de irse.

El viaje a ninguna parte, el itinerario al interior de nosotros mismos, con la soledad que nos acompaña…

Un encuentro, un hallazgo, otra dirección, una duda, una zozobra, la mirada esquiva, la inquietud al dar la vuelta o un extraño dolor que nunca tuvimos y que ahora, esta misma mañana, nos sobresalta según bajamos la escalera aunque, por suerte, parece disiparse al salir y cerrar el portal.

La esquina, la misma, la de siempre.

Ese paso último para alcanzarla es el más cercano a lo insospechado aunque, como bien sabemos, casi nunca sucede nada distinto y el que da la vuelta es el mismo que tanto tiempo lleva dándola, con la misma decisión, con igual inquietud, con la inveterada costumbre que conforma su existencia.

SOBRE EL AUTOR

Luis Mateo Díez nació en 1942 en Villablino, León. Ha publicado más de 60 obras y es un autor de referencia imprescindible en las letras en lengua española. Con su novela La Fuente de la edad (1986) obtuvo un amplio reconocimiento. Creador de diferentes territorios imaginarios, Celama es su máxima invención. Entre sus novelas destacan Camino de perdición, El paraíso de los mortales, Fantasmas de invierno y Vicisitudes. Su magisterio en la narrativa breve se muestra en El árbol de los cuentos, La cabeza en llamas y Celama. Es miembro de la Real Academia Española desde el año 2000 y ha sido galardonado, entre otros, con el Premio Nacional de Narrativa y Premio Cervantes 2023.