La mujer descubre su hombro izquierdo, en el que lleva tatuado un diente de león. “Me lo hice cuando recibí la indemnización por malos tratos”Diana Uranga vuelve a sentirse libre, como cuando soplaba de niña esa misma flor, “la bruja”. Su nueva vida se ve reflejada en el dibujo de su piel. A su maltratador el juez le impuso una orden de alejamiento hasta 2036. Durante mucho tiempo caminó por la calle cabizbaja, incapaz de mirarse al espejo. “Ya no. Ya no siento vergüenza, ni me siento culpable”, se reafirma esta donostiarra de 50 años, que ha dejado de ser víctima para convertirse en superviviente. El encuentro tiene lugar en la sede de Cruz Roja, entidad que le ha brindado una ayuda inestimable para recomponerse como persona.

Uranga muestra su deseo de contar lo ocurrido para “ayudar a otras mujeres que puedan estar pasando por lo mismo”, con motivo del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer que se celebra el viernes. La primera agresión física llegó a los dos años de relación. Fue un tortazo. “La gente te pregunta: ¿pero cómo no dijiste nada? ¿Cómo te dejaste hacer eso? Es muy difícil ponerse en la piel de una mujer maltratada. Pasó mucho tiempo hasta que fui consciente de lo que estaba ocurriendo. Estaba enamorada. Desde fuera pueden parecer cosas inexplicables, pero yo me proponía intentar cambiar las cosas. Entonces no lo sabía, pero era imposible”. Esta vecina de Errenteria recomienda ver la película Jacqueline Sauvage: ¿víctima o culpable?, basada en hechos reales.  

Ella también se ha sentido Jacqueline, la mujer que acabó con la vida de su marido tras sufrir abusos durante más de cuatro décadas. Unos hechos por los que fue condenada a diez años de prisión. El caso Sauvage, del que nació un movimiento social impulsado por sus hijas, se convirtió en un símbolo de la lucha contra la violencia doméstica. “Yo por aquel entonces lo que no sabía es que detrás de una torta, con el tiempo, iba a llegar otra. ¿Habré hecho algo mal?, me preguntaba. Y para cuando te das cuenta, estás aislada socialmente”, asegura. 

Tras la primera agresión física, lloraron los dos juntos. “Él me decía que no iba a ocurrir nunca más. Y yo le creía. Le quería y estaba dispuesta a hacer lo que fuera”. Junto al deseo de cambio, en el interior de Diana surgió una vocecita que le decía que no siguiera por ese camino, que iba a acabar mal. Una vocecita a la que no le hizo caso, y la relación de control no dejó de ir en aumento.

–¿Por qué has llegado tres minutos antes del trabajo?

En esos instantes, se quedaba que no sabía cómo responder. “No sé, habrá venido antes el autobús”, trataba de salir al paso. 

–Imposible, ¿quién te ha traído?

Los celos se convirtieron en una constante. “Se ponía como un loco. Olía el cubo de la ropa. Las sábanas, la almohada, como tratando de buscar pruebas de no se sabe qué. Me llamaba de todo. Decía que no era más que una puta que iba pidiendo favores”, describe con entereza. A los tres meses se produjo la segunda agresión física. “Cuando con el tiempo denuncias lo ocurrido, las psicólogas te dicen que lo que has vivido no es lo normal. Te lo dicen para que no se normalice precisamente una serie de conductas de las que no eres consciente cuando estás metida en esa espiral”, remarca. 

MENSAJE A LOS JÓVENES

A este respecto, Uranga traslada un mensaje a las más jóvenes, a las que recomienda poner distancia con quienes desean controlar enfermizamente a sus parejas. “Eso no es amor, sino control. Es una cuestión de educación que comienza en la propia familia. No se puede normalizar que tu pareja te pregunte por qué te has pintado los labios, o vestido una minifalda”, señala, muy crítica con el ambiente cultural en torno al “reguetón y perreo que normaliza tantas conductas machistas”. 

Y el dichoso el móvil, añade. Su pareja le llegó a coger el teléfono cuando dormía para saber con quién hablaba. “Hoy en día, con el puñetero teléfono te pueden destrozar la vida. Quería tener un control absoluto”.

“Él me decía que no iba a ocurrir nunca más, y yo le creía; es difícil ponerse en la piel de una maltratada”

A los tres años de relación, la donostiarra dijo basta. Pero su pareja no estaba ni mucho menos dispuesta a claudicar y comenzó a partir de ese momento “un acoso físico descomunal”. Ella trabajaba por aquel entonces en un centro comercial. Él se presentaba cada dos por tres sin previo aviso. “Tenía controlados todos mis horarios”. 

Diana no decía nada a su entorno, pero los hechos comenzaban a hablar por sí solos. ¿Qué pasa con esta chica? Fue la pregunta que se hizo una conocida. “Creo que aquella pregunta dio en la tecla”, admite Uranga. “De repente él, al ser cuestionado por su manera de actuar, se moría de vergüenza”, señala. El mismo que iba contando que su pareja le ponía los cuernos y se autoidentificaba como víctima, se sentía poca cosa, un hombre que al ser descubierto se desinflaba. Cambió de táctica. 

Fueron días, semanas, meses de pesadilla absoluta. “Hubo mañanas en las que llegué a recibir cien llamadas de él en el trabajo. Y el acoso incluso dio un paso más. “Llegó un momento en el que yo solo respondía a las llamadas de mi hija o de mi jefe. Pero cuando se ponían en contacto conmigo, cogía y no eran ni Pascual ni Mey. Era él”. ¿Cómo era posible? ¿Se estaba volviendo loca? La Ertzaintza, su abogada, la jueza, el fiscal. Todos le decían que era imposible lo que estaba contando. 

“Tuve un angelito: la becaria de mi abogada. Con la ayuda de un amigo descubrió lo que estaba ocurriendo. Se había bajado a través de PlayStore una aplicación para que pareciera lo que no era”. Se había descargado un programa para que las llamadas aparecieran a nombre de las dos únicas personas a las que cogía el teléfono. “Cuando se descubrió todo, respiré más tranquila. No estaba loca”, suspira. 

También guardó “miles de mensajes amenazantes” que de nada sirvieron durante el juicio, “porque los guardaba en mi correo, y dijeron que yo los podía haber manipulado. El maltrato psicológico es tan difícil de demostrar, que hay veces que casi prefieres que te pegue para que se pueda comprobar lo que está ocurriendo”. 

"Me acosaba, hubo mañanas que llegué a recibir cien llamadas de él en el trabajo”

En el plazo de nueve meses tuvo que cambiar de número de teléfono en tres ocasiones. También lo hizo con su correo electrónico. “Él, pese a todo, me localizaba. Quería llevarme a una situación en la que pensara que estaba loca, pero no lo estaba”. Fue un día festivo cuando Diana se armó por fin de valor para denunciar su tormento en comisaría. 

Lo sorprendente es que se tuvo que dar media vuelta. “Sabía que los encargados de violencia de género no volvían hasta el lunes, pero al ertzaina que me atendió le dije que ese día había sido capaz de dar el paso, pero que el lunes igual no lo era”. Interpuso finalmente las dos denuncias por malos tratos en dependencias de la Guardia Municipal. 

Tuvo que esperar dos años hasta el juicio. “Yo lo valgo. Yo puedo”. Son palabras que hoy en día se repite a menudo Uranga. “Durante el maltrato te han hundido y machacado tantas veces, es muy importante repetírselo y creérselo. He aprendido a vivir el día a día. Vuelvo a tener alicientes. No me dejo derrotar”, se despide con una sonrisa que transmite serenidad.