los insultos tienen un valor casi terapéutico en algunos momentos, pero el lenguaje soez debe ser gestionado con criterio en una época en la que lo políticamente correcto y las redes sociales han cambiado los usos ofensivos y de los baldragas del Siglo de Oro hemos pasado a WTF (What the Fuck).
“El exabrupto es necesario. Por tanto, si no existieran las palabrotas habría que inventarlas lo antes posible”, sostiene el escritor Sergio Parra que, por eso, ha querido enriquecer nuestro léxico soez y conseguir que insultemos con criterio con el libro ¡Mecagüen!, de la editorial Vox. “No hago apología de lenguaje soez, pero es un recurso más del que no debemos prescindir, aunque tampoco abusar”, sostiene el escritor en una entrevista con Efe, en la que explica que es como un cuchillo: “se puede usar para el mal y matar con él o se puede utilizar para untar mantequilla”.
En este libro, con ilustraciones de José Rubio Malagón, Sergio Parra (Barcelona, 1978) habla de los insultos desde un punto de vista multidisciplinar no solo etimológico, gramatical o histórico sino que los analiza sociológicamente y estudia su influencia en el cuerpo humano, tanto a nivel psicológico como hormonal. Y es que los tacos e insultos residen en una parte del cerebro donde se “guardan” los tabúes y en el que no están el resto de las palabras, de tal forma que tras algunas lesiones cerebrales hay personas que han olvidado todo el lenguaje... a excepción de las palabrotas.
Los niveles de cortisol (la hormona del estrés) también varían en las personas que son insultadas dependiendo de su diferente cultura, ya que en los países donde importa más el “qué dirán”, el sujeto es más susceptible de sufrir cuando se meten con él que los que viven en entornos en los que “pasan más” de lo que piense el resto.
La cantidad de insultos usados por hora tampoco es determinante de un nivel cultural, es más, su asiduidad ha sido a veces sinónimo de riqueza de vocabulario, sostiene Parra. Entre sus preferidos están los del Siglo de Oro: “baldragas” (flojo, sin energía); “cagalindes” (cobarde); tragavirotes” (estirado); “zurcefrenillos” (insensato) o “verriondo” (excitado sexualmente).
¿Y cuándo nació el lenguaje obsceno?. No hay mejor prueba de su antigüedad que los grafitis que se encontraron en las paredes de una ciudad detenida por el tiempo: Pompeya, explica el escritor.
Algunas inscripciones tan parecidas a las de hoy como la encontrada en una letrina pública de la ciudad del Vesubio: Encolpius hic bene cacavit (Encolpio cagó bien aquí).
Las palabras tabúes por excelencia proceden, recuerda Parra, de la religión y el sexo. Y en la blasfemia la palabra hostia ha sido la más versátil, un camaleón lingüístico que se ha adaptado a todos los usos y situaciones: como exclamación frente a algo extraordinario, para enfatizar una queja, para hablar de un golpe, o de velocidad, de simpatía o asombro, entre otras.
Y en lo que se refiere al sexo, la palabra polla es la que más sinónimos tiene. Tantos, que el autor dedica a recopilarlos casi dos páginas. Y de follar, en su acepción de fastidiar, explica también los varios significados de joder.
Palabras soeces en lo que lo determinante es “el criterio para saber en qué momento hay que usarlos. Saber discriminar su uso diferencia a las personas culturalmente”, sostiene Parra.
En la actualidad, se han desacralizado las blasfemias “pero hemos caído en los tabúes de lo políticamente incorrecto. Son situaciones fuera de lo lingüístico, que tienen que ver más con la reputación que con el lenguaje”.
Y si en el siglo XVIII el puritanismo hacía que hablar bien y evitar lo soez fuera señal de pertenecer a una clase social alta, ahora es la pertenencia a una clase “moral” la que hace hablar con eufemismos, recalca el escritor.
Twitter se ha convertido “en el nuevo terreno para la caza de brujas de lo políticamente correcto”, aunque la industria del cine estadounidense no se queda atrás y “la persecución de las palabras roza con la paranoia”, asegura. Pero también Twitter puede ser caldo de cultivo del insulto, al igual que lo es el conducir: “hay estudios sobre las razones por las que somos más agresivos cuando conducimos un coche, que son el hecho de que no ves el efecto que nuestros insultos producen en el destinatario, el anonimato y la sensación de control”. Lo mismo ocurre al insultar en la red social, dice.