La lluvia caía con una pesadez propia de los operadores de telefonía móvil que llaman para hacerte una oferta fantástica. No cesaba desde hacía varios días y las calles de la ciudad se llenaban de charcos, con una despreocupación casi grotesca. Los usuarios se cobijaban con dificultad bajo las escuetas marquesinas, más propias de un ambiente tropical con poca agua y menos viento que de la catastrófica climatología gasteiztarra. Y los coches, en fin, transitaban como podían creando un más que habitual caos circulatorio que, como dice el tango, primero hay que saber sufrir y después amar.

Aproveché la parada casi eterna en un semáforo que daba prioridad al tranvía para limpiar los cristales interiores del pegadizo vaho, que se generaba por el contraste temperamental entre el interior del autobús y el exterior de la rúe. Una pareja que estaba sentada en la parte delantera me observó atenta mientras repasaba con esmero la cristalera del parabrisas.

- “Eso es aprovechar bien el momento”, me dijo el hombre moviendo un dedo como gesto de aprobación. “Ya me gustaría que en mis clases de piano los alumnos aprovecharan el tempo adecuado como usted, optimizando la situación y sacando provecho de los momentos de espera”.

A mí me pareció un tanto extraño el comentario del tipo y decidí entablar conversación con la chica, esperando que fuese más clara en sus comentarios ya que al menos era bastante guapa en su apariencia.

- “Vaya tiempo que tenemos ¿eh?”, le dije mirándole, en un alarde de profunda inteligencia, dejando claro mi cultura meteorológica y mi master en Euskalmet.

- “¡Hijoputa, hijoputa!”, respondió ella enojadísima-.

- “Ya puede disculparla”, siguió su acompañante. “Es que mi mujer sufre el síndrome de Tourette, un trastorno mental que con el mal tiempo se le enfatiza mucho más y solo atina a decir palabras groseras. Es gallega y se llama Feira”.

- “¡Anda como el pulpo!”, respondí volviendo a mi asiento dispuesto a reanudar la marcha ante semejante panorama.

El semáforo cambió del colorado a un verde que se me antojaba esmeralda y avanzamos hasta la parada terminal en la calle Prado. Allí, un enorme charco de proporciones similares al Mar Rojo esperaba impaciente a que las ruedas del bus lo abrirán en dos, como hizo Moisés en un momento de nervios. El pasaje descendió esquivando la balsa de agua como pudo. La pareja extraña se despidió al irse:

- “¡Cabrón, cabronazo!”, dijo ella chillando como loca.

- “Que tenga una buena tarde”, se apresuró él a concretar. “Voy a tocarle ahora una sinfonía para intentar tranquilizarla”.

- “¿Y eso?”

- “Porque, como dice el refrán, la música amansa a las feiras”.