Recuerdo con cierta simpatía no exenta de reminiscencia cuando hace cosa de un año más o menos subió a mi autobús, en la parada próxima al Gran Hotel Lakua, un hombre curioso. Era alto, moreno, bien parecido y que, además, de mostrar una exquisita educación, también asomaba una alopecia galopante de difícil salvación (como la licenciatura de un consagrado juerguista universitario en el último trimestre del curso). Me explicó que era piloto de Iberia y que, por cuestiones técnicas, a su aparato (un enorme Boeing 747) le estaban haciendo una revisión puntual de sistemas de calefacción en el aeropuerto de Loiu. Al disponer de un par de días decidió acercarse a Vitoria y disfrutar de las dilatadas grandezas ecológicas de nuestra Green Capital.
Mantuvimos una interesante conversación a lo largo del trayecto hasta el centro de la ciudad en la que hacíamos comparaciones sobre nuestros respectivos medios de trabajo:
-”No es por nada, pero yo lo tengo bastante más grande que usted?”, me dijo.
-”Claro, pero reconocerá que mi maniobrabilidad es mucho mejor”, le respondí yo desde mi articulado de dieciocho metros.
-”Eso sí. Por cierto, ¿cuánto falta para llegar?”, preguntó.
-”Enseguida estamos”, contesté.
Solventado el tema del tamaño, pasamos después a valorar al pasaje. Él me decía que llevar a más de cuatrocientos pasajeros es una gran responsabilidad. Yo le replicaba diciendo que nosotros llevamos después de un partido del Alavés o del Baskonia a muchos más, y con la responsabilidad de no hablar del encuentro si el resultado ha sido poco favorable. Eso sin contar las fiestas de la tercera edad que en los fines de semana hacen rebosar nuestros vehículos, floreciendo aromas de colonia Eau de Lancome y Varón Dandy; los días de dura canícula en la que los viajes a Gamarra y a las piscinas de Mendi son un hervidero de sangre, sudor y lágrimas acompañados de churrasco y tortilla de patatas; o las entradas y salidas de los colegios que transforman la flota de buses en un chiquipark improvisado en el que los infantes se desfogan en ese banco de pruebas donde todo vale que es el transporte público.
Entre medio de la disertación, el piloto me preguntó tres veces si tardaríamos mucho en llegar al centro. Le consulté su urgencia:
-“¿Tiene prisa?”
-“No, lo que pasa es que el trayecto se me está haciendo muy largo, respondió aburrido.
-“Pero, ¿usted no hace viajes transoceánicos con su avión? Son recorridos que le tiene más de ocho horas volando sin parar. ¿Cómo se le hace tan tedioso un viaje en urbano que dura menos de quince minutos?”
- “Verá, es que en los aviones el tiempo pasa volando?”, amigo concluyó el comandante.