La pasada semana subió al autobús una familia alegre y dicharachera. Yo estaba detenido en la terminal regulando tiempo, allende los mares, donde la tierra termina y los últimos bloques de ladrillo y cristal dan la bienvenida a los aventurados visitantes norteños (o sea, que estaba parado en Arkaiate). Eran cuatro: el padre me sonrió alegremente y ascendió al autobús presto a pasar la tarjeta BAT; le siguió la mujer, alta y delgada, acompañada por los hijos: un chico de diez años más o menos y una chica adolescente. Todos saludaron al subir. En el ascenso, la madre tropezó con el niño y cayó hacia adelante, llevándose al marido a su paso. El estruendo fue considerable. Subí rápido a ayudarles.

-No se preocupe, muchas gracias, estamos bien -respondieron a coro levantándose de manera vertiginosa-.

Quedé un tanto perplejo ante el suceso. Aproveché para sentarme en mi asiento. Subió algún viajero más y arrancamos rumbo al centro. En la primera rotonda, la chica, que era la única que no se había caído antes, se deslizó por el asiento resbalando y se precipitó al rellano central del bus dándose un culetazo atroz. Su padre intentó ayudarle y se desplomó con ella haciendo una pirueta circense en el aire. Detuve el vehículo asustado:

-¿Estáis bien? -pregunté girando la cabeza-.

-Sí, sí. No pasa nada -me respondió la mujer mientras les ayudaba a ponerse en pie-.

Entonces fue ella quien se tropezó y se abalanzó contra un señor mayor que estaba sentado dos filas más atrás. El hombre se hubiese enfadado mucho en una situación normal, pero como le estampó el escote en la cara, se enojó un poco menos. Durante el viaje hasta la calle La Paz, la familia se repartió el orden de las caídas: el padre se dio contra una de las barras al ceder su plaza a una anciana venerable; la madre estornudó y rompió una de las ventanillas de un cabezazo; el chaval se escurrió por el hueco entre los asientos y fue necesaria la ayuda de tres viajeros para sacarlo de ahí; y la adolescente, no estoy seguro, pero la última vez la vi por el retrovisor, bocabajo junto a las puertas traseras. Finalmente al apearse, los cuatro se despatarraron en la acera. No pude más y bajé:

-¿Cómo es posible que se caigan tanto? Y lo que es más curioso, ¿cómo es que nunca se hacen daño?

El padre se acercó vivaz mientras el resto del clan sonreía:

-Verá usted -me dijo-. Somos un poco torpes, pero compensamos nuestra falta de equilibrio con dosis de buen humor.

-Ya veo -repliqué-, pero eso no explica el por qué no se lastiman nunca.

-Es evidente -concluyó-. Como le he dicho: gracias a nuestra simpatía, siempre caemos bien en todos los sitios?