Hablar sobre personas con discapacidad es un hándicap absoluto. Hay que ser cuidadoso para no herir sentimientos ajenos y remover las fibras sensibles de un colectivo que en demasiadas ocasiones lo tiene difícil en su vida diaria tan poco adaptada a sus necesidades.

Tengo un amigo en Bilbao que, además de fanfarrón, como es obligación, ya que nació en Atxuri, es también ciego. Me gusta pasar un rato con él, ya que tiene una manera peculiar de afrontar el día a día haciendo uso del buen humor y riéndose de sí mismo. Es por ello que me atrevo a contarles un suceso que me ocurrió, real como la vida misma: Hace poco, cuando un hombre en silla de ruedas iba a subir a mi autobús, la rampa de acceso decidió no funcionar y se quedó con una inclinación de avanzado perfil pirenaico. En vista de la dificultad manifiesta para ascender al bus, fui en auxilio del viajero y empujé decidido para superar la pendiente. No sé bien lo que ocurrió, pero el motor de la silla se revolucionó de tal manera que, haciendo una cabriola impensable, tomó vida propia y nos llevó al usuario y a mí en una tournée absurda por los jardines de la Catedral. Tras esquivar a temeraria velocidad al rinoceronte de bronce y calándonos junto al cocodrilo de manos humanas maldiciendo escultura y creador de una manera en que Coco Rico jamás hubiera imaginado, enfilamos la pasarela de subida al insigne museo de Arte Sacro y pasamos acelerados por la exposición de tallas románicas con total indiferencia. Atravesamos un nutrido grupo de turistas que atendían, con cara de no entender demasiado bien, las explicaciones de una guía acostumbrada a ver cosas extrañas, ya que ni tan siquiera nuestra loca carrera le sorprendió. Al llegar a la nave central la batería de la silla se cortocircuitó y nos detuvimos junto a un sacerdote que, aprovechando que bendecía las divinas formas, nos dio de comulgar a los dos. El supuesto minusválido se levantó de un salto y salió corriendo haciendo mutis por el foro.

-¡Milagro, milagro! -gritaron los presentes exaltados-.

-¡Alto, policía! -ordenaron los municipales que acababan de entrar en el recinto-.

Un rato después supe que el supuesto discapacitado era en realidad un caco de poca monta dedicado al robo de bicicletas y artilugios de todo tipo. Gracias a la descripción que di a las autoridades pudieron capturarlo poco después en la Zapa. Por fortuna, todo quedo en un susto. Cuando iba a retomar mi línea, uno de los agentes se me acercó:

-¿Sabe? Por un momento yo también pensé que se había obrado un milagro? -dijo-.

-¿Y eso? -le respondí aún recuperándome del susto-.

-Porque el ladrón se llama Lázaro?