Ahora que está de nuevo en boca de todos el posible soterramiento de la insufrible rotonda de América Latina, me viene a la memoria una serie de leyendas urbanas acerca de las inmensas glorietas de nuestra ciudad. Creo recordar que hasta el insigne y esotérico Iker Jiménez dedicó un especial de su programa a las mismas.

En cierta ocasión, un usuario del bus me indicó emocionado cómo en la rotonda de la Antonia habían descubierto una manada de caribús árticos de imponente cornamenta y peor carácter, los cuales fueron capturados por la protectora de animales no sin cierta dificultad. Finalmente, fueron enviados a un zoo de Alaska donde, una vez superada la cuarentena, los dejaron libres en las tierras del Cabo Príncipe de Gales, muy cerca del siempre vigilado Estrecho de Bering.

Otro suceso notable fue la expedición de rescate que se realizó en la inconmensurable rotonda de América Latina a la que hacíamos referencia antes, para tratar de encontrar a un trabajador del quinto turno de Michelin que, ingenuamente decidió atajar a través de la misma para ganar unos minutos al cruce. Dos semanas tardaron en localizarlo los servicios de emergencia. Unidades de Protección Civil, Ejército de Tierra y un helicóptero del 112 participaron en las tareas de búsqueda. Afortunadamente el operario pudo sobrevivir gracias al lago interior y a la fauna herbívora del lugar, amén de sus amplios conocimientos adquiridos en los Boy Scouts.

Por cierto, que en el Convenio de Ramsar en 2002 ya se planteó el incluir varias glorietas con estanques en su interior, junto con las balsas de Salburua, a la lista internacional de humedales protegidos por su importancia medioambiental. Es más, en varias ocasiones nuestra ciudad ha quedado finalista en concursos medioambientales, ligados a la conservación de especies en riesgo de extinción, gracias a las redomas repartidas por doquier, donde han proliferado fauna y flora de los cinco continentes.

Aunque tal vez, si me permiten, la historia más conmovedora fue la que me contó en primera persona una familia de Eibar que, amante de la aventura, decidió lanzarse a la exploración y vivir unas vacaciones diferentes en otra de las grandes glorietas vitorianas. Allí dentro, deambularon por espacio de tres meses en los que conocieron a otros viajeros con los que entablaron sólidos lazos de amistad e incluso su hija mayor se prometió a uno de ellos. Fue una boda preciosa oficiada por un misionero franciscano que se hallaba de evangelización por aquellas tierras de interior.

En fin, con ironía pero con premura, creo que va siendo hora de dar solución a un colapso diario del tráfico.