El reglamento taurino establece que la mayor autoridad en la plaza, delegada de la autoridad gubernativa, es la de la Presidencia, que se asienta en el palco flanqueada por dos asesores, taurino y veterinario como ángeles de apoyo.

En la tarde de ayer, Juan Carlos Aginako, nuestro flamante reverendo metamorfoseado en presidente por su afición, dominio y conocimiento de la tauromaquia, recibió dos monumentales broncas por no conceder la segunda oreja en el que cerraba plaza y al que enjaretó una faena menor el nuevo prodigio del arte de Cúchares, el peruano Andrés Roca Rey. Se inventó una faena sin toro porque el morlaco apenas entregó dos docenas de muletazos. Con el tremendismo del chaval se pusieron los blusas, pocos, en pie y el matador conectó con la plaza, que quería sacarle por la puerta grande y afortunadamente no fue para vergüenza de una plaza incapaz de llenar tendidos bajos y altos en el día grande de su santa patrona y con tres espadas de prestigio en el escalafón, Urdiales, Talavante y Rey.

Hizo bien el fraile metido a presidente al interpretar el reglamento y estimar que la estocada caída, la faenita de tono menor, y la vulgar lidia y pelea en caballos no justificaba la segunda oreja que abría la inexistente Puerta Grande de Txagorritxu Berria, que porta el infumable título de Iradier Arena, como vulgar sala de boxeo allende los mares.

Hace un año nos dejó Fofó y ayer gozaría viendo mantener criterio y decisión inmutable de su sucesor frente a la algarabía del populacho que pedía desmán, cachondeo y circo. Gracias presidente por saber que cuando se amansa el rugido de las olas queda la paz de las arenas depositadas en playas serenas y circunspectas.

En algunos de los tendidos de la plaza se preguntaban aficionados desconcertados si la de ayer era la antepenúltima corrida de toros en los pagos de Celedón y los más pesimistas marcaban la trilogía del tiempo: antepenúltima, penúltima y última, así que el próximo domingo a chapar aventuraban que el signo de los tiempos no pasa por el planeta de los toros. Y se acabó lo que se daba y dicho en latín, amén.

Visto lo visto ayer en la plaza queda poco margen para la esperanza, que no llegaba ni a media entrada con un cartel rematado, los tres toreros tocaron pelo y Roca Rey la pudo armar y siete toros, el quinto al corral y salió sobrero de igual hierro; y todos ellos cumplieron con más o menos fuerza, un par de ellos encastados y todos derramando nobleza de aristocracia ganadera y material para una tarde entretenida.

Está más claro que el agua: la ciudad de Vitoria no vibra con el toreo, es tardona y perezosa en pasar por taquillas y con una dosis anual de morlacos va servida su afición taurina. Hoy, los hijos alados de Alá.