Durante semanas se instruyó al personal del turno de día para realizar un experimento. El objetivo era aumentar la seguridad del reactor nuclear, pero el resultado fue muy diferente. Un cúmulo de errores humanos convirtió a Chernóbil en una puerta abierta al infierno por la que, tres décadas después, todavía escapan diariamente demonios en forma de contaminación radiactiva.

El 26 de abril de 1986 los responsables de la central nuclear de Chernóbil querían comprobar durante cuánto tiempo seguiría la turbina de vapor generando energía eléctrica una vez que al reactor se le cortase el suministro de electricidad. Los técnicos necesitaban saber si sería suficiente para mantener con vida las bombas refrigerantes de emergencia hasta que arrancaran los generadores diésel.

El infortunio quiso que aquel día otra planta de energía regional sufriese una avería, lo que hizo que el pico de demanda energética impidiese que en Chernóbil pudiesen llevar su experimento como estaba previsto. Se decidió retrasar la prueba, dejando todo el proceso de disminución de potencia del reactor para el turno de noche, que no estaba entrenado para dicha maniobra. A partir de ahí, se acumularon las decisiones erróneas y el reactor 4 acumuló tal temperatura que explotó provocando un incendio fatal. Era la 1.24 horas de la madrugada.

El incendio, que duró diez días, y las condiciones climatológicas hicieron que la contaminación radiactiva llegara a media Europa. Raquel Montón es una experta en energía nuclear de Greenpeace y destaca que fue ese hecho el que “encendió las alarmas” y permitió que se tuviera conciencia de la magnitud de lo ocurrido. El hermetismo y los complejos de la antigua URSS quisieron encubrir las consecuencias del accidente. “Más de 8 millones de personas, de las cuales 5 millones eran niños, vivían en las zonas afectadas en aquel momento”, explica Montón, “de esas personas, a día de hoy, más de un millón viven en zonas que exceden los niveles de contaminación admitidos internacionalmente como válidos”.

Desde 1986 han sido varios los informes publicados por distintas instituciones que arrojan diferentes cuantificaciones de las consecuencias de la catástrofe. Greenpeace encargó en 2006 un estudio a un colectivo formado por más de 60 científicos de todo el planeta: “Calcularon en más de 200.000 las muertes que se podrían relacionar con las consecuencias del accidente de Chernóbil. Vaticinaban que otras 93.000 se sumarían. Más allá de las muertes directas, pesan las complicaciones en la calidad de vida de muchísimos miles de personas. Es una realidad que la mortalidad ha aumentado, que la natalidad ha disminuido y que los casos de cáncer son más elevados en estas zonas”.

El escenario político de la zona hizo que la situación se complicara aún más, pero con el paso de los años tampoco se ha acertado con medidas que minimizasen los daños. “Ahora mismo, por ejemplo, las ayudas que recibe la gente para poder comer alimentos limpios han desaparecido”, denuncia la miembro de Greenpeace, “de las 44.000 personas que han trabajado estos años en labores de limpieza, los llamados liquidadores, han dejado de recibir las ayudas médicas. Esto demuestra que, no solo no se han puesto las medidas necesarias, sino que se están quitando las pocas que había”. De hecho, del 1.800.000 personas que se reconocen de manera oficial como supervivientes del desastre, “solo 13.000 de ellos han podido seguir haciéndose chequeos médicos”.

un sarcófago al límite El reactor dañado se cubrió con un sarcófago de hormigón y plomo para contener la radiación, pero no puede evitar que la contaminación se filtre a las aguas subterráneas. Su estado ha empeorado notablemente. Ha sufrido desplomes y su vida útil llega a su fin. “Se está preparando una segunda cobertura que tiene previsto contener la radiactividad otros cien años”, relata Raquel Montón. La misión no será sencilla. Por un lado, no hay ningún plan para desmantelar la estructura existente y, además, el segundo sarcófago supone todo un reto: “Es una obra de ingeniería de primera magnitud. Faltan los fondos para acabarlo y poder financiarlo. Después de muchos retrasos está previsto que se acabe en 2017. Es imposible solucionar un accidente nuclear. Puedes combatirlo mejor o peor, pero solucionarlo no se puede”.

En 1986 la región era tan dependiente de la energía nuclear que la URSS tomó la decisión de mantener operativos los reactores de Chernóbil que no sufrieron daños en el incidente. A pesar de las lamentables condiciones de seguridad y la contaminación, la central siguió funcionando hasta el año 2.000. El último reactor se apagó el 15 de diciembre de ese año. Los honores de dar la orden en la ceremonia los tuvo el presidente ucraniano Leonid Kuchma. Por si acaso no acudió en persona. Lo hizo por teleconferencia.

Hoy en día, diez kilómetros a la redonda del reactor son una zona extremadamente contaminada. “Durante cientos de miles de años no se recuperarán, porque hay elementos radiactivos muy persistentes”, apunta Montón, “hay una zona de exclusión de 30 kilómetros más a la que no se puede acceder. Hubo un debate sobre su reapertura, aunque tiene unos niveles muy altos de radiactividad. El cesio-137 tiene 30 años de vida media. Se supone que ahora empieza a reducir su radiación, pero tiene una vida latente de 300 años”.

En los alrededores hay contaminación y vive gente, pero es un territorio que no está clasificado como zona de exclusión: “La gente vive y come de los bosques y tierras que cultiva. La mayoría es gente pobre, que no tiene muchos recursos y se está alimentando de alimentos no limpios. Se están retroalimentando y radiando continuamente. El dilema que tienen es: me muero de hambre o como alimentos contaminados por la radiación. Es doloroso abandonar tu tierra y tu entorno sin recursos económicos, pero también vivir con esa contaminación. Son dos opciones terribles”.

un punto de inflexión El episodio de Chernóbil provocó que se estableciera la escala INES de accidentes nucleares. Raquel Montón señala que “a partir de ahí empezamos a tener informaciones sobre el impacto de la radiactividad en las personas y en el medio ambiente de una manera masiva”. También tuvo sus consecuencias políticas: “Mijail Gorbachov declaró en alguna ocasión que Chernóbil fue el punto de inicio de lo que fue la disolución de la URSS”.

En estos treinta años, solo la catástrofe de la central japonesa de Fukushima tras el terremoto de 2011 ha alcanzado la misma categoría en cuanto a magnitud. “Aquello rompió la creencia de que las causas de un accidente nuclear solo podían estar dentro de la propia central”, apunta Raquel Montón, “en Japón vimos que también podían venir de fuera”.

En la actualidad solo 35 países tienen centrales nucleares. Desde Greenpeace, Raquel Montón denuncia que “esta tecnología es ya totalmente innecesaria”. Es algo que, según ella, lo demuestran las nuevas estrategias empresariales: “En todo el mundo la tendencia de las nuevas inversiones y las nuevas tecnologías se están llevando por delante la energía nuclear. Un ejemplo es que Areva, la empresa por excelencia en cuanto a energía nuclear, está en quiebra”.