Desde Ptolomeo hasta la actualidad, pasando por Mendel, Galileo o el hombre de Pitdown, los casos de fraude científico son innumerables. En base a estudios como La peor pesadilla de un científico o ¿Cuántos científicos fabrican y falsifican investigaciones?, entre el 66% y el 72% de los científicos admite realizar algún tipo de malas prácticas. Además, uno de cada 50 confiesa haber falsificado o inventado resultados. Una de las razones que tienden a señalarse es la inexistencia de un método científico normativo que proporcione criterios definidos entre lo que es científico y lo que no lo es. Sin embargo, según Joaquín Sevilla, profesor de la Universidad Pública de Navarra, el problema a día de hoy va más allá y reside, en su opinión, en el propio sistema de “hacer Ciencia”.
A grandes rasgos, el sistema de producción científica que impera en la actualidad se consolidó con el Proyecto Manhattan -en el que se desarrolló la primera bomba atómica en 1945-. Este sirvió para demostrar tanto al país norteamericano como a todo el mundo que financiar la actividad intensiva de los científicos era beneficioso y, de ahí, que los Estados empezaran a subvencionar -con dinero público y de manera sistemática- la actividad científica.
“No obstante, en la medida que se establece este nuevo sistema de investigación surge la necesidad de cuantificar de alguna manera a quién se da el dinero y a quién no”, explica Sevilla. Como uno de los parámetros principales se eligió el número de publicaciones. “Al fin y al cabo, todos los que descubren algo lo publican, porque de lo contrario sería como si no hubieran descubierto nada”. Y precisamente con esta medida se generó una gran presión a los científicos, espoleándoles a escribir infinidad de artículos.
Como consecuencia, aumentó rápidamente la cantidad de literatura científica, pero a costa de la calidad. Más adelante y en un intento de recuperar el prestigio perdido, se introdujo un nuevo regulador: las citas. “Pero la presión continúa siendo tan fuerte que para algunos científicos vale más publicar datos triviales y poco contrastados que incumplir plazos o atenerse a las consecuencias de no publicar”. A día de hoy, esto está ocasionando una disminución de la calidad científica global.
Además, esta maquinaria investigadora financiada con dinero público que promueve la cantidad frente a la calidad genera indirectamente una relajación de las costumbres de los científicos. “Esto se plasma en que está aumentando la tolerancia de los científicos respecto a las prácticas dudosas y, en algunas disciplinas, está llegando a poner en cuestión el propio avance científico de las mismas”.
O en otras palabras: como todos los miembros del colectivo científico sufren la misma presión de publicar, tienden a ser más indulgentes tanto consigo mismos como con sus compañeros ante tamaños muestrales escasos, análisis estadísticos pobres, descripciones de la metodología poco claras, conflictos de intereses, etc. Sin ir más lejos, entre el 66% y el 72% de los científicos que admiten realizar algún tipo de malas práctica estarían dentro de ese entorno ampliado del umbral de la deshonestidad aceptable. Por otro lado, las prácticas que son manifiestamente fraudulentas y conscientes, como inventar datos, afectan a números muy inferiores -uno de cada 50 científicos-.
Dos perfiles defraudadores Más allá del grado de fraude científico, Sevilla indica que hay dos perfiles principales de defraudadores. El primero sería el fraude movido por el deseo de descubrimiento, en el que el científico empuja progresivamente el umbral de lo aceptable con el fin de validar su hipótesis. Aunque eso sí, manteniendo en todo momento una autopercepción de honorabilidad. “Es un tipo de fraude que ocurre igual que en otros aspectos de la vida y es el que cometen la mayoría de los científicos”.
Como ejemplo, Sevilla señala el robo de material de oficina: “De la misma manera que uno se lleva un bolígrafo o unos pocos folios del trabajo sin considerarlo un robo, ya que apenas genera ningún daño y es una actitud generalizada, en la ciencia ocurre lo mismo mediante la literatura creativa”. No obstante, comenta que en ocasiones ese deseo de descubrimiento no termina ahí y lo que un día es un bolígrafo otro día son dos, o tres, o directamente un ordenador, hasta que se pasa el umbral de lo aceptable sin que la persona se dé cuenta.
El segundo perfil -menos habitual que el anterior- consistiría en el fraude derivado de la presión profesional. A diferencia del primero, en este caso el defraudador es plenamente consciente de sus acciones, pero movido por la búsqueda de prestigio, por las presiones laborales que se dan -subir escalafones, conseguir un puesto fijo o simplemente mantener el empleo-, inventa y maquilla datos.
Pese a todo, Sevilla asegura que la presión genera e incrementa el fraude en los dos tipos de perfiles. En el primero, mediante la ampliación del umbral de la deshonestidad aceptable y, en el segundo, tanto por esta como por la influencia directa de la presión. Esto ha llevado, según el estudio Los primeros resultados del mayor test de reproducibilidad de la Psicología, a que el 61% de los artículos publicados en revistas de prestigio sobre esta ciencia no se reprodujeran en absoluto -por lo que no eran válidos- y el resto solo parcialmente. “Y no porque esta rama de la ciencia esté llena de corruptos, sino porque se ha ido relajando el umbral de la deshonestidad aceptable”, asegura Sevilla. Después de todo, añade que estos datos también son extrapolables a otros ámbitos científicos, como la Medicina.
Cantidad frente a calidad “En definitiva, esto ha dado lugar a que se publique casi cualquier cosa valorando más unos rituales formales que unas pruebas y resultados bien dirigidos”, manifiesta Sevilla. Aun así, apresura a añadir que aún no supone ningún riesgo inmediato respecto a que se pongan en el mercado productos sin garantías. “Por suerte, todavía estamos lejos de eso”. Sin embargo, sí que afecta de manera más directa a los beneficios que se obtienen con las arcas públicas del Estado. “Hoy en día se financian muchos conocimientos formalmente científicos y publicados en revistas al uso pero que no tienen valor alguno”.
Las soluciones a esta situación, indica Sevilla, no son sencillas. “Porque no se trata de que hay pocos ladrones en una sociedad justa, sino que es una cuestión social del colectivo científico y de su cultura interna”. Por ello, comenta que no hay que “tomárselo a la tremenda” y que hay que relajar la presión “de alguna manera”, aunque no de forma excesiva. Algunas de esas posibles medidas serían la incorporación de proyectos colaborativos a gran escala, la cultura de la replicación, el registro, el establecimiento de buenas prácticas de reproducibilidad, la mejora de métodos estadísticos, la estandarización de definiciones y análisis, etc.
Las publicaciones científicas existen desde el siglo XVII, pero a día de hoy -como tantos otros ámbitos- la ciencia se ha convertido en una actividad de masas. En el período de 1996 a 2011 ha habido 20 millones de artículos escritos por 15 millones de autores según el estudio Cómo hacer más publicaciones científicas verdaderas. Aun así, según Sevilla, la mayoría de lo que se publica no es fiable y este es uno de los principales problemas a los que la sociedad en general y la comunidad científica en particular ha de dar respuesta. “El umbral de lo aceptable se ha desplazado hasta límites que en realidad no queríamos aceptar y es necesario trabajar para devolverlo a un lugar más razonable”.