La sombra de la pederastia, esa lacerante cruz que carga la Iglesia a sus espaldas, se ha proyectado sobre Granada, donde tres curas han sido detenidos por los supuestos abusos sexuales cometidos contra menores. La estampa del arzobispo de la ciudad, postrado ante el altar para pedir perdón por estos “escándalos”, se antoja, sin pretenderlo, un símbolo de lo bajo que cae la credibilidad de una institución cuando alguno de sus miembros traiciona sus más sagrados principios. “Para poner un ejemplo, con las debidas proporciones, el daño que hace a la Iglesia un sacerdote abusador podría compararse al que inflige a la Policía un agente que usara su autoridad y sus armas para cometer un atraco, o al de los políticos que utilizan su poder para enriquecerse con prácticas corruptas. Lógicamente la imagen de las instituciones cae por los suelos cuando personas cualificadas realizan exactamente lo contrario a lo que requiere su cargo o responsabilidad”, expone Rafael Hernández Urigüen, capellán en la Universidad de Navarra. Uno de los tres religiosos vascos que, tras condenar sin paliativos estos graves delitos, reflexionan sobre su gestión y consecuencias en el seno de la Iglesia.
“Ha habido demasiados casos probados”
De confirmarse los presuntos abusos cometidos en Granada, vendrían a sumarse a una larga lista. “Desgraciadamente ha habido demasiados casos probados en varias diócesis del mundo. Todos ellos son absolutamente reprobables y han hecho sufrir a las víctimas y escandalizado a las comunidades cristianas y a la sociedad en general”, reconoce Ángel María Unzueta, vicario general de la Diócesis de Bilbao. La herida es más profunda, si cabe, teniendo en cuenta quién la origina. “Siguiendo el dicho latino, corruptio optimi pessima, es decir, cuando lo más noble se pervierte, el escándalo es máximo. La tarea del cura se comprende como servicio desinteresado, trata de promover y salvaguardar la dignidad de cada persona, se basa en la confianza. Cuando ello se deteriora, el descrédito es enorme”, subraya.
Pese al perjuicio que puedan causar estos hechos en la propia institución eclesiástica, Unzueta prioriza a las víctimas. “Evidentemente todo esto daña la imagen de la Iglesia, pero atenta contra la dignidad de las personas que son atropelladas. Es el daño más importante, sin duda alguna”, recalca. Para la Iglesia, interpreta, “es una llamada a la conversión y a la reforma”.
En más de una ocasión, una vez destapados los abusos, se ha constatado el encubrimiento de los autores por parte de sus superiores jerárquicos. El vicario general de Bilbao recuerda, sin embargo, que “hace ya unos años Benedicto XVI estableció un protocolo de actuación en el que se mostraba tolerancia cero, se llamaba a colaborar con la Justicia y a denunciar ante tribunales civiles los casos conocidos”. Algo que reclamaba la sociedad, para la que pedir perdón en estos casos no es suficiente. “La petición de perdón es importante, pero no anula la culpabilidad ni las consecuencias legales que de ello se pudieran derivar. Juan Pablo II perdonó a Alí Agca, pero este siguió en la cárcel cumpliendo condena”, pone como ejemplo Unzueta.
“La Santa Sede exige no encubrir los hechos”
“Son un grave pecado, una flagrante injusticia para las víctimas y un antitestimonio de lo que debe ser la figura del sacerdote”. Así se refiere el capellán y docente de la Universidad de Navarra Rafael Hernández Urigüen al supuesto caso de pederastia denunciado en Granada y a otros similares ya confirmados. Unos hechos que, admite, “dañan la imagen de la Iglesia y hacen un daño real como ocurre con todos los pecados. La dañan porque el sacerdote representa a Jesucristo, cabeza de la Iglesia que ha de dar la vida por ella, por la humanidad”, recalca.
A la espera de que se clarifiquen los hechos y pese a que el arzobispo de Granada asegura que ha cumplido con el protocolo establecido por el Vaticano, en estos casos siempre planea la duda sobre la falta de diligencia de los responsables eclesiásticos. “Desde Juan Pablo II, siguiendo con Benedicto XVI y actualmente con el Papa Francisco, las indicaciones de la Santa Sede exigen tolerancia cero, aclarar los hechos y evitar siempre encubrirlos. Pueden darse casos aislados en que no se haya cumplido esa normativa y habrá que exigir responsabilidades”, admite Hernández. Según explica, “la práctica habitual de las diócesis consiste en apartar totalmente a los abusadores de sus encargos y denunciarlos ante los tribunales. La normativa eclesiástica exige desde hace años denunciar los hechos a los tribunales, no es solo un reclamo de la sociedad. El protocolo exige no solo pedir perdón, sino indemnizar realmente a las víctimas”, remacha.
El debate sobre si el voto de castidad contribuye a que se cometan más abusos también suele reavivarse cada vez que sale a la luz un caso. “No hay estadísticas serias que demuestren una relación causa efecto entre el celibato y la mayor tendencia al abuso sexual. Saber controlar la propia sexualidad es una tarea que incumbe tanto a solteros como a casados”, defiende este sacerdote, profesor de Ética en el Instituto de Ciencias Religiosas de la Diócesis de Donostia. De hecho, pone como ejemplo, “la mayoría de los casos de pederastia y abusos con menores en el Reino Unido se dan en el seno de las familias y los padres que los cometen son casados o hacen vida marital”. Además, afirma, la Iglesia presta especial atención a este aspecto. “El autocontrol humano o la castidad son responsabilidades serias que exigen también educación. Desde hace bastantes años, en los procesos de selección de los candidatos al sacerdocio hay un empeño por parte de los responsables de los seminarios para no admitir a nadie que no pueda asumir, por la causa que sea, la responsabilidad del celibato”, explica.
“Pienso en los abusadores y siento rabia y pena”
Puesto a reflexionar sobre lo ocurrido en Granada, Luis María Goicoechea, delegado para la Atención al clero en la Diócesis de Gasteiz, piensa “en quienes han sufrido los abusos, en cómo habrán sido sus respectivos procesos vitales, en lo que habrán tenido que sufrir, en cómo estarán actualmente” y también “en las personas que han sabido escuchar y encauzar los procesos ante los tribunales”. Tampoco se olvida de los presuntos autores. “Pienso en los sacerdotes abusadores y siento rabia y pena. Me parece mucho más grave, si cabe, que varios curas puedan ponerse de acuerdo para llevar adelante estos delitos”, lamenta.
Consciente de que estos hechos manchan la imagen de la Iglesia, destaca que “las víctimas son niños y niñas y esto agrava el delito. Los abusadores usan su reconocimiento eclesial para actuar. En muchos casos las familias no han sospechado a tiempo precisamente por tratarse de sacerdotes”, reconoce.
Tras corroborar que “el pedir perdón no sustituye el trabajo de la justicia”, sino que “se mueve en otros terrenos: el más profundo sería entre la víctima y el abusador”, Goicoechea asegura que la actitud de los responsables eclesiásticos “va cambiando, radicalmente, a mejor: tolerancia cero, reconocimiento de las víctimas, colaboración con la justicia, creación de nuevos servicios para ayudar a curar las heridas del pasado, preparar mejor a los futuros sacerdotes...”. Toda una batería de medidas que aún resulta insuficiente. “Con todo, queda mucho camino por delante. Hay responsables eclesiales que temen dar pasos en falso y destrozar la vida de un inocente. La organización de la Iglesia hace que cada obispo tenga mucha autonomía en su diócesis. En este tema debería haber una comunicación transversal mucho más ágil”, propone este religioso vasco, para quien los procesos civil y eclesiástico son compatibles. “Los jueces civiles pueden dictar sentencia de cárcel contra un abusador. Los jueces eclesiásticos pueden expulsarlo del sacerdocio”. Y, entre unos y otros, hacerle la cruz a la pederastia.