"Todavía pienso en los cadáveres que tirábamos por la borda. En aquellos compañeros. Pienso si no nos equivocamos con alguno, si estarían realmente muertos. No puedo quitarme esa idea", recuerda Shami Taha, en una céntrica plaza de La Valetta, capital del pequeño estado de Malta. La primera vez que Shami trató de cruzar el Mediterráneo "la policía de Europa" los detectó y los devolvió inmediatamente a Libia. En la segunda intentona eran 33 pasajeros hacinados en un minúsculo bote. "Llevábamos agua y comida para tres días, pero perdimos el rumbo, fuimos a la deriva y a la novena jornada ya no teníamos nada que comer". Por higiene y espacio, fueron arrojando a los fallecidos.
Aquella noche, cuando escucharon el estruendo de un helicóptero, ya solo quedaban cuatro pasajeros con vida en la barcaza: un muchacho somalí, un argelino, un niño y el propio Shami. "Desesperados prendimos fuego a nuestras ropas para llamar la atención. Era peligroso, sobre la cubierta había petróleo", cuenta el joven sudanés. "En ese momento sólo esperaba que me llegase la muerte. Nada más". Su relato no difiere mucho del de los supervivientes del naufragio que tuvo lugar el pasado jueves 3 de octubre frente a las costas de la isla italiana de Lampedusa, en el que también a la desesperada decidieron hacer fuego para llamar la atención, tras darse cuenta de que los barcos no les prestaban auxilio. Una decisión que precipitó y agravó el trágico destino de los viajeros, ya que el fuel con el que cargaban para la travesía, desparramado por la embarcación, comenzó a arder.
Shami y sus tres compañeros, en cambio, fueron rescatados y devueltos una vez más a Libia. Entonces, el general Gadafi firmaba acuerdos preferentes con Italia y Malta para hacerse cargo de todos los díscolos barcos que zarpaban ilegalmente desde sus costas. Shami y su amigo somalí se escabulleron de las autoridades libias con una intención firme: reunir una vez más el dinero suficiente para embarcarse de nuevo. El niño que les acompañaba en el bote murió al poco de llegar a Libia, en un hospital. Fue finalmente en 2004 y en su cuarta tentativa cuando Shami consiguió llegar a Europa.
"De aquel segundo viaje solo sobrevivimos dos, pero lo volvería a intentar, es peligroso y duro, pero en el mar puedes nadar y dejarte morir. Pero jamás volvería a cruzar es el desierto, allí las cosas salen mal, quieres morirte y no puedes. No sabes cómo", dice con convicción. La voz de Shami es la de uno de los supervivientes de la fosa común más colosal del mundo, el mar Mediterráneo. En las aguas que separan Europa de África han fallecido en los últimos 25 años unas 19.000 personas. Pero estas estimaciones son absolutamente vagas e imprecisas. Son cifras facilitadas por observatorios independientes y ONGs, calculados al bulto, sumados gracias a las noticias que se publican en la prensa, los cadáveres recuperados en las playas o los testimonios de los supervivientes. Muchos naufragios tuvieron lugar lejos de tierra, de otros ni hubo testigos. De los fallecidos a menudo se desconoce su identidad.
En 2006, cuando las oleadas de migrantes eran incesantes en las costas de Canarias, las autoridades españolas hicieron una estimación de que si habían recuperado 600 cadáveres aquel año la cifra real de fallecidos podía ser diez veces mayor.
El mar más letal
Tan solo en 2011 murieron en el Mediterráneo más de 1.800 personas, convirtiéndolo en el mar más mortífero del planeta. La mayoría de ellos perdieron la vida en el estrecho de Sicilia, una franja de agua de no más de doscientos y pico kilómetros y con un incesante trajín de tráfico marítimo. Un tamaño y características ridículas para convertirse en la sepultura más grande del mundo.
Quizás no es casualidad que la mayoría de los fallecidos el jueves en Lampedusa fuesen de origen somalí. Ni que de las 21.900 personas interceptadas en el estrecho de Sicilia tratando de cruzar la frontera en barco en 2013, casi la mitad fuesen de Somalia, Eritrea y Sudán. El resto, sirios o tunecinos, entre otros. Todos ellos, países y regiones que sufren conflictos o situaciones graves de deterioro de la seguridad y la estabilidad. Ya en 2012, Fabrizio Ellul, portavoz de ACNUR en Malta, nos advertía en voz baja de un temor personal. En la medida en que la guerra civil se enquistase en Siria y las fronteras y el asilo en los países vecinos se restringiesen, cada vez más personas optarían por la única vía de escape abierta, el mar.
Rescatados y encerrados
La dimensión del periplo es épica si tenemos en cuenta que entre Mogadiscio, la capital de Somalia, y el puerto de Misrata, de donde partió la barcaza que naufragó el jueves, median más de 6.000 kilómetros. O desde Darfur, en Sudán, de donde salió Shami, otros 4.000 km. En jornadas de esas "quieres morir pero no puedes". Peor suerte pasó Ahmed Abdi Ali, somalí de 36 años, que llegó a pagar hasta mil dólares a las mafias, que lo iban comprando y vendiendo sucesivamente a través de los desiertos y caminos, hasta que se topó con unas milicias que lo secuestraron en el Chad. Después pasó tres años detenido en Libia. Y cuando llegó a Europa, tras cruzar el mar con suerte, nuevamente fue encerrado. En un centro para internamiento de extranjeros.
Al igual que Shami cuando llegó a Malta en 2004, que fue inmediatamente encerrado durante seis meses: "Salí de allí como las ovejas, no tenía ni idea de dónde estaba, ni por qué me habían encarcelado, nadie nos había dicho nada. Ahora ya no me asusta decir lo que pienso, Europa sólo es democrática sobre el papel, es una invención".
Khadija Adbi, de 33 años, incluso tiene una hija europea, que nació en Dinamarca. "Nunca me dieron los papeles para ella, no está registrada ni le dieron el estatus de refugiada". Igualmente huyó de Mogadiscio, pagó a las mafias, recorrió esos miles de kilómetros, se llevaron a su hermano, fue violada en el trayecto a Sudán, cruzó el mar, sobrevivió, fue encerrada en otro centro para migrantes, se marchó a Dinamarca como ilegal, vivió allí hasta que fue descubierta y deportada de nuevo a Malta, lugar en el que le tomaron las huellas dactilares por primera vez. Y ahora malvive allí con su hija en un barracón dentro un hangar de la II Guerra Mundial
"No creo que los europeos sean racistas o no nos quieran, simplemente no saben nada sobre nosotros, ni por qué nos marchamos de nuestro hogar", asegura Shami, que tras nueve años en Malta, atrapado en la burocracia que no le concede ni asilo ni papeles y, por gracia de la normativa Dublín II, tampoco le permite asentarse en otro estado miembro o regresar a casa, siente que "está malgastando" su vida. "Hace tanto que no veo a mi madre que me cuesta recordar su rostro", dice preocupado. "Yo me fui de Sudán porque quería estudiar y no pude. Desde los 16 años luché por los derechos de los estudiantes. Me dieron varios toques de toque de atención, mi vida estaba en peligro y me marché", cuenta Shami.
Un compatriota suyo, Johansen, que regenta un pequeño colmado en uno de los destartalados centros para migrantes de Malta, era maestro en Sudán. Explica los motivos de su viaje señalando su cojera y un boquete en la pierna. Fruto de la metralla. "Soy refugiado ahora, pero no tonto. Yo tenía una vida allá, no vine por gusto. Ahora Europa nos rechaza, pero yo he visto las armas con las que se mata en Sudán. Y supongo que son las mismas de Libia o Siria. ¿Sabes dónde están fabricadas?? En Francia, en Alemania, en Inglaterra, y sí, también en España. De eso no se sacáis fotos los periodistas, ¿eh?", discursea Johansen.
Muertes evitables
Las dudas sobre si muchas de estas muertes en el mar son evitables y quién debe asumir responsabilidades le suena a broma pesada a Sarah Maglia. Ella es una de las jóvenes responsables de Cruz Roja Malta que, con un puñado de colaboradores y unos medios muy precarios, pasa todo el verano colgada del teléfono móvil día y noche. Atendiendo las llamadas de la guarda costera para que acuda a dar apoyo a los sucesivos rescates. Parecido debe pasarle a la alcaldesa de Lampedusa, que hastiada tras el naufragio del jueves, clamó responsabilidad a Europa.
La estrategia de los socios europeos es por un lado, mediante tratados como el de Dublín, hacer responsables a los estados del sur de cualquier persona que entra por sus fronteras y por otro lado aumentar la seguridad de las mismas. Blindarlas. Entre 2011 y 2012, la Frontex, ese Ejército europeo que vigila las verjas de Schengen, desplegó la Operación Hermes: fragatas de guerra, helicópteros y todo tipo de radares. De igual modo, "prestaron" dos barcos a la guardia costera tunecina para que se haga cargo del asunto.
Mientras, ocurrían sucesos escandalosos como la denuncia a la fragata española Méndez Núñez, acusada de no prestar auxilio a una embarcación que naufragó en ese mismo estrecho. O Italia que declaró el puerto de Lampedusa "no seguro", para disuadir a los pesqueros y barcos comerciales de buena voluntad que rescatasen gente en las cercanías. El fracaso de sacar a pasear buques de guerra ya se hizo evidente en España en 2007, entonces la FRONTEX reforzó su patrulla en las Islas Canarias y consiguió hacer descender el número de barcas que llegaban a las costas en un 70%, pero la mortalidad aumentó en ese mismo periodo en un 50%: se encontraron el doble de cadáveres en las costas canarias. Atemorizados por los buques, los cayucos zozobraban por rutas más peligrosas. Como premio, la FRONTEX duplicó su presupuesto de 42 a 84 millones en un par de años.
Human Rights Watch, entre otras organizaciones, denuncian que no se armonicen las políticas de asilo y no se tengan directrices comunitarias claras de rescate en alta mar. Y de igual modo, que la agencia europea de fronteras haga devoluciones arbitrarias e inmediatas de personas sin verificar si su vida corre peligro. Con datos así, el Mediterráneo, más que una inevitable fosa en la que se sepultan los cadáveres, parece el foso que remoja nuestra inexpugnable muralla. Mientras, tras casi una década atrapado en esta trinchera, Shami abrió en 2013 un restaurante sudanés en Malta y ha escrito un libro sobre su experiencia: "Somos también nosotros quienes tenemos que narrar estas historias para mejorar África". Y de paso, quizás Europa.