Nairobi

La primera vez que subes a un matatu, el principal medio de transporte público en Kenia y otros países del África Oriental, no dejas de preguntarte si realmente has tomado una buena decisión. Son furgonetas que rondan los treinta años de servicio activo y que, a pesar de estar limitadas a un máximo de 15 plazas, dan cobijo a tantas personas como el tout (una especie de revisor) sea capaz de encajar en su interior. La práctica habitual es que al menos se pueden llevar 18 pasajeros, dos al lado del conductor y dieciséis en la parte trasera, muy bien avenidos en cuatro filas que, sin embargo, solo tienen tres asientos cada una.

El resultado suele ser un viaje incómodo en el que los codos ajenos se te clavan en las costillas y el vaivén de los pasajeros que suben y bajan cada doscientos metros convierte el trayecto en una partida de Tetris que pone a prueba los nervios del recién llegado. En una ocasión fui partícipe de una hazaña difícil de igualar que terminó con 24 personas dentro del matatu, incluidos dos niños en el regazo de sus madres, un saco de patatas, cuatro gallinas y tres jóvenes que hacían equilibrios para no salir despedidos por la puerta lateral abierta que les permitía tener medio cuerpo fuera.

Una actividad de riesgo Se trata de una actividad que entraña un riesgo evidente, pero la mayor parte de la gente no puede permitirse comprar un coche y depende totalmente de los matatus para ir al trabajo, al mercado o a visitar a la familia. La sobrecarga de pasajeros solo es la variable que en última instancia dispara el número total de fallecidos en carretera. La causa principal de las decenas de miles de accidentes que se registran cada año en Kenia es un estilo de conducción temerario y caótico que lleva a situaciones tan surrealistas como ver a cuatro matatus adelantando al mismo tiempo en una cuesta empinada que acaba en una curva ciega. También es muy habitual verlos circular por los arcenes o parando de forma brusca en cualquier parte para recoger a un nuevo pasajero que lo más probable es que acabe estrujado en el ya de por sí concurrido vehículo.

Los matatus son furgonetas de propiedad privada sin ningún tipo de subvención estatal, por lo que tienen que ingeniárselas para maximizar las ganancias. "Cuantas más personas recogemos en un trayecto, mayor es el beneficio", comenta Steve, un experimentado conductor con más de 12 años de carretera a sus espaldas. "El precio del viaje varía en función de la distancia y de la ruta que cojas, aunque también depende de si llueve, de si es hora punta y del precio del petróleo". En poco más de medio año la gasolina se ha encarecido un 12% y, como buenos comerciantes al por menor, los operadores de matatus han repercutido los costes en el cliente con un incremento de los precios de hasta un 66% en algunas líneas.

Y aun así las ganancias no son como para tirar cohetes. "En un día bueno recaudamos unos 8000 chelines (algo menos de 80 euros)", de los cuales hay descontar la mitad para pagar gastos fijos como el combustible, el seguro, la licencia de negocio y las visitas al taller, muy frecuentes debido al pésimo estado en el que se encuentran los vehículos. De lo que queda el 50%-60% es para el propietario del matatu y el resto se reparte entre el conductor y el tout. En total, un conductor como Steve se saca entre 600 y 800 chelines al día por una jornada de trabajo que ronda las 15 horas, lo que supone un sueldo de unos 35 euros por 75 horas a la semana. "Es un trabajo muy duro, pero al menos todos los días llego a casa con algo de dinero para mi familia". Tiene tres hijos que, a diferencia de él, han podido ir a la escuela y tendrán la oportunidad de encontrar un empleo mejor que el de su padre, aunque no será sencillo en un país donde el 80% de los desempleados tiene menos de 35 años. Cuando habla de ellos su cara adopta una expresión de orgullo muy fácil de reconocer porque es la misma en todas partes.

Davis, también conductor, es un joven que ha hecho suya la máxima de "si no haces lo que te gustaría, al menos consigue que te guste lo que haces". Y la música es su gran aliada. Los altavoces escupen una mezcla de hip hop con sirenas de coches de policía, distorsiones y zumbidos que a un volumen normal ya resultan desagradables pero que a todo trapo son una verdadera tortura. Si tienes la desgracia de sentarte al lado de uno de los altavoces es muy probable que acabes desquiciado por esos sonidos atonales que se te clavan como agujas en el cerebro. La música está tan alta que conductores y touts han tenido que buscar un sistema de comunicación no verbal basado en golpecitos, silbidos y gruñidos para saber cuándo parar y cuándo arrancar de nuevo.

la tarea dEl negociador El trabajo de tout es fascinante. Colgados de la puerta lateral abierta, se dedican a buscar pasajeros para rellenar los huecos libres en el matatu. Soportan las largas jornadas de trabajo mascando khat, una planta con efectos estimulantes que les mantiene alerta, y tienen la difícil labor de convencer a los potenciales clientes de que el espacio sobrante es suficiente para acomodarlos. En ocasiones las negociaciones se alargan durante un par de minutos mientras se busca la mejor forma de colocar el saco de coles o los bidones de agua. Cuando todos los pasajeros están a bordo comienza la parte complicada: cobrar el precio del trayecto.

Algo que en principio debería ser sencillo no lo es, como tantas otras cosas en Kenia. A cada persona hay que cobrarle un precio distinto según la distancia que vaya a recorrer y casi nunca llevan el importe exacto. Eso significa que el tout debe recordar quién ha pagado, cuánto ha pagado y cuánto debe devolverle. En un mundo perfecto tendría el bolsillo lleno de monedas para facilitarse la tarea, pero no suele ser el caso, por lo que a medida que los pasajeros van pagando redistribuye lo recibido para saldar deudas. Para añadir un poco más de complejidad a la tarea, en un día laborable un trayecto de apenas media hora puede suponer un movimiento de entre 40 y 50 personas subiendo y bajando del matatu.

La policía mira hacia otro lado A pesar de que teóricamente está prohibido, si no hay policías mirando puedes conseguir que el matatu te deje en cualquier parte de su ruta. Y, por lo general, aunque el policía esté mirando tampoco pasa nada. A lo sumo le dará el alto al vehículo y, una vez parado, se acercará pausadamente a la ventanilla del conductor y le pedirá el carnet de conducir que, por supuesto, ya está debidamente preparado en el bolsillo izquierdo de la camisa junto a un billete de 100 o 200 chelines que deslizarán de forma sutil en la mano del agente tras el apretón de manos de rigor. Luego el policía hará como que revisa que las pegatinas del seguro y la licencia estén en orden y con un gesto amable les permitirá seguir con sus quehaceres.

Justo antes de llegar al final de línea encontramos un control policial que sigue el procedimiento estándar. Sin embargo, cuando el agente se acerca al conductor y se percata de mi presencia le hace bajar bajo el pretexto de que hay un problema con la presión del neumático trasero. Por el retrovisor se ve como ambos departen amistosamente y tras un sonoro apretón de manos nos volvemos a poner en marcha. "Si se pusieran estrictos no habría ningún matatu en circulación", explica Steve. "La mayoría no tiene cinturones de seguridad ni cumplen con los estándares mínimos para operar como vehículos de transporte de pasajeros". El salpicadero es un buen indicador para comprobar el estado del vehículo. Excepto por la radio de última generación, el resto suele ser un amasijo de plástico descolorido, sin botones y lleno de papeles que sirve como marco perfecto para un velocímetro que no funciona y que tampoco se necesita porque el motor es tan viejo que apenas pasa de los 50 kilómetros por hora.

Hace unos meses el Ayuntamiento de Nairobi aprobó una nueva ley de tráfico que endurecía las penas por conducir sin licencia, sobrecargar el vehículo, adelantar en lugares prohibidos o recoger pasajeros fuera de las zonas marcadas, pero el revuelo inicial ha dejado paso a la más absoluta normalidad. "Nada ha cambiado". Steve sonríe como dejando entrever que nadie esperaba mucho de esa ley. "Los policías siguen aceptando sobornos para mirar hacia otro lado y lo hacen sin temor a represalias porque sus superiores también se llevan una parte".