la identidad de una comunidad se define por sus expresiones y posicionamientos de todo tipo ante las circunstancias del presente. Sin embargo en esas manifestaciones de lo comunitario no sólo influyen los condicionamientos del momento, sino también una forma de ver la vida y las relaciones sociales que, si examinamos los testimonios del pasado, no han variado demasiado a lo largo del tiempo. Eso resulta normal en una colectividad, como la aguraindarra, con una fuerte personalidad, hecha a los avatares de la historia, con una identidad definida que, por su mismo arraigo, se ha ido adaptando al cambio de los tiempos y a los distintos modos y modas.

El excelente archivo del Ayuntamiento de Agurain ha constituido fuente e incentivo para la labor de muchos investigadores. Entre ellos se encuentra el psicopedagogo y sacerdote claretiano Jesús María Alday, natural de esta noble villa de Salvatierra, quien publicó en 1995, en la revista Scriptorium Victoriense, un extenso trabajo titulado La vida Moral de Agurain-Salvatierra en los siglos XVIII y XIX, basado en los autos de oficio del antiguo Juzgado de Salvatierra, custodiados en el archivo municipal, de cuyo interesante contenido ya se has dado rendida cuenta en otras ocasiones.

Abundan en esos documentos los relativos a embarazos no deseados, muchos de ellos protagonizados por muchachas que venían a servir a Salvatierra, procedentes de los pueblos de los alrededores, quienes resultaban engañadas con promesas de casamiento que luego quedaban incumplidas. En el año 1788, Juan Francisco López de Gordoa, que era ciego, casado con María Ramos López de Lacalle, denunció como su hija, de nombre María Bautista, había tenido "la fragilidad de haber salido embarazada y dado a luz un niño a quien se le puso por nombre Ángel, sin haberse podido descubrir quién hubiese sido el autor de su preñado". El caso es que la dicha María Bautista, "por no tener bienes algunos con que poder mantenerse a sí misma y a su criatura" se marchó a servir de criada a la villa de Lerín. Sus atribulados padre y madre, no pudiendo hacerse cargo de la manutención del niño, se dirigieron al Juzgado, solicitando se tomen "las providencias que se consideren justas y arregladas para aviar a dicha criatura y darle el destino competente para que no perezca". Ignoramos si la autoridad tomó algún tipo de acuerdo sobre este tema, ya que en aquellos tiempos no había servicios sociales.

Joaquín de Eizmendi interpuso en 1808 una querella, en nombre de su hija Valentina, contra Marcos Ruiz de Luzuriaga, de veinte años de edad, por "estupro y daños". Valentina había servido durante un año en casa de los padres de Marcos, donde éste "la trató de amores". La chica "por algún tiempo se mantuvo constante", pero al final "vino a condescender con los torpes deseos del Luzuriaga, quien la privó de su integridad virginal y continuando sus actos ilícitos la dejó preñada". La chica no se atrevió a presentarse en casa de sus padres, trasladándose a la de Juana de Gauna, donde había servido con anterioridad. Juana hizo de intermediaria y Joaquín de Eizmendi solicitó al Juzgado que condenara a Marcos a que "no casado con mi hija, la dote en mil ducados, reconozca la prole pasados los tres años de lactancia, la eduque y alimente". También pedía que diese su apellido al futuro vástago.

Cuatro testigos declararon que Valentina era "doncella honesta, recogida, de buena vida y costumbres". Marcos fue llamado a declarar y dijo que Valentina era una "mujer liviana, provocativa y escandalosa, por haber tenido amistad íntima con sujetos que a su debido tiempo los manifestará". Pero ocurrió que el parto fue prematuro y Valentina dio a luz una niña que falleció a las dos horas. En estas circunstancias, Marcos manifestó que había oído que "Valentina ha dado a luz una niña pero que nada me importa".

En otras ocasiones la labor del Juzgado se centraba en resarcir las consecuencias de peleas en las que se cruzaban insultos e injurias. En esto se observa una distinción de género en el repertorio de improperios, así como en su diferente resistencia al paso del tiempo. Mientras las mujeres, en estas riñas, eran calificadas de puercas, borrachas, putas y recochinas, los hombres se motejaban unos a oros de quimeristas, majaderos, villanos, agotes, cabrones o charrialcates, literalmente alcalde de los cerdos, de donde proviene el actual calificativo de "alicate".

Riñas de taberna Francisco de Arregi estaba jugando a cartas en la taberna de Juan de Errazkin la tarde del 12 de julio de 1750. Pidieron una azumbre de vino, que Juan les llevó, y siguieron dándole al naipe. Al parecer tuvieron ambos una discusión acerca de la calidad del vino y la proporción de agua que tenía, llamándole Francisco al tabernero villano y agote, afirmando que "no era para la suela de su zapato en orden a su generación, que la tenía muy radicada", enigmáticas frases en las que pudiera tener algo que ver la copiosa ingestión de vino, por muy aguado que estuviera. La cuestión es que, al salir a la calle, Francisco continuó con sus "proposiciones denigrativas y escandalosas", según consta en el auto, por lo que Juan de Errazkin avisó a la autoridad, siendo detenido Francisco de Arregi, quien después de pasar la noche en el calabozo, declaró que "se encontraba con exceso de vino" y puesto de rodillas le pidió perdón al tabernero en presencia de la autoridad.

En ocasiones de las palabras se pasaba a los hechos. El 6 de marzo de 1825 se celebraba el Carnaval en Agurain. Había personas disfrazadas y enmascaradas, entre ellas "algunos de mujer y otros en varias figuras, y entre ellos uno con hábito clerical, eso es, con su manteo y sombrero de teja". Acertó a pasar por allí don Simón de Luzuriaga, presbítero, párroco de Opakua, quien increpó al que iba disfrazado de cura, conminándole a que se quitara esas ropas. El disfrazado resultó ser José Ibáñez de Opakua, quien reaccionó airadamente, quitándole el sable a uno los voluntarios de la milicia nacional, amenazando con él al sacerdote auténtico, quien salió corriendo hacia la casa de su hermano Mateo Luzuriaga, ubicada en el actual número 42 de la calle Mayor, conocida hoy en día como Casa Ordoñana, por el escudo que ostenta en su fachada. Se congregó allí mucha gente, entre ellos el comandante de la milicia, José Ramírez, y el alcalde de la villa, Juan López de Opakua, atraídos por el barullo.

El alcalde comprobó que el comandante, en lugar de restablecer el orden, colaboraba en el alboroto, pues se hallaba "sobremanera exaltado y furibundo" y, con su sable desenvainado, "hacía demostraciones de querer acometer y entrar en la casa de Mateo, profiriendo al mismo tiempo desacompasadamente, voces obscenas y escandalosas, provocando una quimera de primera magnitud". El alcalde trató de contenerle, pero "su desobediencia fue tan notoria como escandalosa y en lugar de obedecer, trataba de mandar despótica y arbitrariamente al mismo alcalde, sin contenerse en proferir las mismas expresiones que anteriormente y con el mismo ardor y acaloramiento".

Ignoramos como acabó la trifulca, pero al parecer José Ibáñez de Opakua logró escabullirse, vestido de cura y sable en mano.