Alaitza. El pasado 30 de septiembre, organizado por el Ayuntamiento de Iruraiz-Gauna y Eusko Ikaskuntza, se celebró la conmemoración del trigésimo aniversario del descubrimiento de las pinturas murales de la iglesia de la Asunción de Nuestra Señora de Alaitza. Aquella jornada sirvió, no sólo para recordar a propios y extraños que en la Llanada existe una joya única, sino también para realizar un homenaje a un hombre sin cuya intervención esas pinturas seguirían bajo yeso y cal. Se trata de Juan José Lekuona quien, ese día, celebró la eucaristía en este templo que custodia un enigmático legado secular.

Juanjo, como le conoce todo el mundo, reside en Ezkerekotxa, a siete kilómetros escasos de Alaitza. Natural de Ametzaga de Asparrena, su trabajo pastoral se ha desarrollado en la Llanada, que conoce como la palma de su mano. En 1982, cuando tuvo lugar el descubrimiento de las pinturas, él era el párroco del lugar -permaneció en ese cargo hasta 1988, año en el que pasó a Agurain-. Ahora, ya jubilado, lo cual no quiere decir que haya cesado su actividad, rememora acontecimientos.

Para empezar hay que recordar que quince años antes, en 1967, habían salido a la luz las pinturas góticas de la cercana iglesia de San Martín de Tours de Gazeo. Sabido es que, en la Edad Media, la mayor parte de las iglesias de la Llanada estaban pintadas, por dentro y, en muchas ocasiones, también por fuera, costumbre que se prolongó hasta el siglo XVIII. Por eso la añorada Micaela Portilla sospechaba que en otras iglesias de la comarca, como la de Alaitza, que es de la misma época que la de Gazeo, podía haber pinturas bajo las capas de cal con las que, en el pasado, se habían recubierto los muros. Esta práctica vino motivada por razones de higiene, ya que se creía con razón que, en lugares donde había concentraciones de gente, como las iglesias, el peligro de contagio, en épocas como aquéllas de pestes y otras epidemias, era grande. Además, tras el Concilio de Trento, la Iglesia impuso la decoración de los templos con retablos y cuadros, que ilustraban con escenas evangélicas o de las vidas de los santos la doctrina. Se consideró así como cosa anticuada las pinturas murales, máxime si eran decorativas.

Por otro lado, Alaitza, que hoy parece un lugar apartado, se encontraba en una importante encrucijada de caminos. El más importante era la antigua calzada romana, que iba de Burdeos a Astorga. Una derivación de ésta cruzaba los puertos de la sierra de Iturrieta para bajar por Laminoria hacia el valle del Ebro. ¿Por qué si había pinturas en Gazeo no las iba a haber en Alaitza?

El descubrimiento "Un día -relata Lekuona-, Alfredo, un vecino del pueblo, y yo cogimos una escalera y, mientras él la sujetaba, yo me subí hasta la cornisa del presbiterio y comencé a raspar la cal, con mucho cuidado, con un bisturí. Apareció un fondo rojo, rasqué por encima de la cornisa y descubrí la cabeza de un caballo. Dejé todo y avisé a los técnicos de Diputación, que se hicieron cargo del asunto". La historiadora aguraindarra Ana de Begoña, fallecida en 2009, se ocupó de los trámites para que, poco a poco, las pinturas de Alaitza salieran a la luz. Se retiró el retablo y apareció un ventanal tras él, luego se descubriría otro, que estaba tapiado, orientado al sur. Al ser cegados se había abierto otro en el ábside sobre el retablo.

Lo primero que se comprobó es que las pinturas de Alaitza no tenían nada que ver con las de Gazeo. Éstas eran esquemáticas y monócromas, con un tono rojo oscuro, mientras que aquéllas son polícromas; figurativas las de Gazeo, expresionistas las de Alaitza, no exentas de un realismo que algunos han definido como primitivista. Otra diferencia es la temática, estrictamente religiosa en Gazeo, mientras que en Alaitza aparecen armas, guerreros, batallas, y animales -caballos, cabras, ciervos, pájaros y perros-, junto a otros personajes y escenas de difícil interpretación, incluido un centauro. "Los únicos símbolos estrictamente cristianos son las cruces de los bastones de los peregrinos y las que están sobre las dos iglesias representadas".

Cronológicamente, las pinturas de Alaitza se datan hacia 1367, ya que la representación de los guerreros y sus armas sitúan lo dibujado en los acontecimientos que vivió la Llanada durante aquel episodio colateral de la Guerra de los Cien Años, en el que el rey de Castilla Pedro I perdió su trono y su vida a manos de su hermano bastardo Enrique de Trastámara. Es impensable que en aquella época, en la que la Iglesia tenía un poder real, el clero permitiese que en el interior de un templo se hiciesen pinturas que no respondiesen a una temática religiosa, más aún, que no fuesen rigurosamente ortodoxas.

"Ahora viene las interpretaciones de las pinturas", dice Lekuona, mientras abre una voluminosa carpeta. "En mi opinión, el pintor de Alaitza era un buen artista, pero sobre todo sabía mucho de teología. Existen teorías que relacionan las pinturas del tramo superior central del ábside con una simbología de los siete sacramentos muy extendida en la Edad Media. El árbol de la vida sería el bautismo; el guerrero, la confirmación; el ciervo, la penitencia; la unción, la gacela; el pavo real, el orden sacerdotal; la eucaristía, el uro; y las tórtolas que se posan en el árbol de la vida, el matrimonio. El historiador Emiliano Ozaeta ve en el conjunto tres niveles: uno el del mundo, otro el de la Iglesia, y un último de los sacramentos".

No obstante, para Juanjo, estas pinturas guardan un mensaje para cada persona que se detiene a mirarlas. "A cada uno le dicen una cosa, es como un mismo paisaje". Así, se pueden derivar mensajes relacionados con el pecado o con la idea de que para llegar al cielo hay que pasar por la muerte.

Hay otros detalles importantes. Por ejemplo, la abundancia de animales. En la Edad Media, el ganado era riqueza. No en vano, la raíz de las palabras empleadas en euskara para designar ambos conceptos es la misma: ganado es aberea y rico aberatsa. Lekuona ha encontrado otra particularidad: los buenos miran de frente y los malos de perfil.